lunes, 2 de abril de 2012

Inolvidable.



Desde hace treinta y cinco años, el Comandante habita ese territorio de sueños populares que se llama eternidad, el mismo donde moran Evita, Gardel, Gandhi, Allende, Lennon y algún otro grupo de elegidos. De salud frágil pero de inquebrantable decisión, tenía urgencia de revoluciones y, para calmarla, acudió sin vacilar hasta el confín más remoto, allí donde su presencia podía hacer alguna diferencia a favor de su estirpe, la de los revolucionarios del mundo, así fuera en el intrincado Congo africano o en la impenetrable selva boliviana. Internacionalista por convicción doctrinaria, del mismo modo era militante acérrimo del antiimperialismo, de manera que ninguna efigie más apropiada que la suya para flamear en los estandartes de las sucesivas generaciones que hoy combaten a la globalización que sojuzga a pueblos y naciones.
Montado en su Rocinante mecánico, una motocicleta que lo sacó de su Rosario natal en Argentina con esa premeditación que la historia reserva para sus preferidos, zigzagueó por el mapa de esta América latina que tanto le dolía. En su biografía personal, aquellos planes de viaje eran simples premoniciones entre textos universitarios de medicina, que humeaban con los vicios constantes de tabaco y de poemas y se alternaban con los tratamientos urgentes para aliviar el asma crónica. Hasta que un día cualquiera, sus ojos febriles y ávidos encontraron el reflejo fraterno de otro muchacho, cubano de origen, con el que fundaron una asociación que pronto sería leyenda imperecedera.
Con audacia y coraje, en lugar de recursos suficientes o especulaciones tácticas, se lanzaron a combatir una tríada que, por desgracia, hasta hoy crece como la mala yerba en distintas regiones del continente: una satrapía sentada sobre bayonetas ensangrentadas, mafias de la mala vida y geopolítica imperial, combinadas en un régimen único. Sin menudear en detalles de la gesta, tantas veces contadas con precisión y belleza, basta recordar que la quimera se hizo realidad en la tierra insular de aquel largo lagarto verde, como describió al perfil de Cuba su poeta nacional, en las propias barbas de la mayor potencia de Occidente. Desde el día de la victoria, nada volvió a ser igual en la región y en el mundo. Tampoco Ernesto Guevara volvió a ser el mismo: en supremo homenaje, el pueblo cubano lo asumió como propio y, al mismo tiempo, rindió honor a su identidad original rebautizándolo “Che”, un código del lenguaje coloquial argentino.
A principios del siglo XIX, América latina se desprendió del yugo colonial por obra, entre otros, de generales de ejércitos populares que rechazaban cargos y honores a cambio de la victoria y seguían su camino en busca de nuevas metas. Es un precedente adecuado para entender la actitud del Che que, más que “hacer” la revolución, buscaba sobre todo luchar por ella. De modo que, apenas pudo, volvió al camino con la mochila al hombro. Con el corazón al sur, fue a dar a Bolivia para iniciar otra epopeya que, con seguridad, esperaba proyectar hacia Argentina, de donde partirían a su encuentro tres columnas de combatientes, según se deduce de los anotaciones en su diario de campaña. Una mezcla de información mal procesada, promesas incumplidas y percepciones distorsionadas por sus propias deficiencias, echaron a volar a los pájaros de mal agüero.
Guevara tenía pasta de gladiador o samurai, con un valor enorme, pero también era terco, sectario y de un voluntarismo a toda prueba. La realidad debía corresponder a sus deseos y opiniones, pues de lo contrario la equivocada era la realidad. Algunos de estos rasgos siguen matizando el patrimonio cultural de la izquierda y de su itinerario político, por los que, igual que el Che, pagó más caro que nadie y con el propio cuerpo. El Comandante no era perfecto ni estaba construido con bronce y mármol. Si en lugar de deshumanizarlo mediante abstracciones de pura ideología, las generaciones pueden recibir su legado completo, político y humano, aun de sus errores hay mucho que aprender, en lugar de repetirlos como si fueran méritos.
Suele suceder con los ídolos populares que, a medida que pasa el tiempo, los jóvenes admiradores suelen “modernizarlos” hasta adaptarlos a los gustos o las necesidades de cada época. Por eso, Carlitos cada día canta mejor. Con el Comandante sucede que se le atribuyen objetivos que nunca figuraron en sus notas de vida, por ejemplo la adhesión a la democracia liberal capitalista. El Che quería abolir al capitalismo, razón de ser de la explotación del hombre por el hombre, y creía que la dictadura del proletariado era un método adecuado de gobierno, pero nunca disimuló esos propósitos ni mintió sobre lo que buscaba. Tuvo esa honradez profunda que ahora se conoce como ética para honrar la palabra dada, para sacrificar la vida por las creencias que los inspiraban.
Esa sola actitud merece la recordación y, al mismo tiempo, es una prueba más actual que nunca de que la política puede ser una actividad legítima para hombres y mujeres nobles, aunque sea sin las armas en la mano. No fue su destreza militar la que lo hizo grande sino su amor por la justicia y su sentido de la dignidad, que mantuvo en pie hasta que llegó el tiro del final. Cuando en aquel octubre de 1967 se publicó la foto de su cuerpo exánime, con el torso desnudo, tendido sobre una plancha de piedra, parecía un truco de sus verdugos para atribuirse una victoria que nunca lograrían. Esa primera impresión fue una premonición justa: el cadáver era verdadero, pero el Comandante vivirá para siempre.

J. M. Pasquini Durán

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