Ese odio es, principalmente, una herida moral de la lucha de clases que nos desorienta objetiva y subjetivamente. En ese odio se expresa la pulsión que empuja a destruir todo para simplificar las contiendas por la fuerza de la peor negación. Y suele no tener límites. Quien odia así, trueca la realidad de la lucha por espejismos de soluciones mágicas. Para ellos es más fácil embriagarse con odio -y obrar aturdido- aunque resulte más riesgoso y más costoso. Más macabro.
Si se carece de método científico consensuado, bajo la presión de la lucha de clases se producen muchas distorsiones. Una fragilidad teórica y práctica deriva fácilmente en repertorios de odio porque se renuncia a la razón argumental y organizativa a cambio de catarsis negacionistas en extremo infectadas por violencia estúpida, silogismos “viscerales” y derrumbes éticos bañados en sangre. Pura inutilidad dolorosa para la especie humana. Algunos “progresismos” reivindican un odio al que suponen fuerza aglutinante y movilizante. Viven de un error teórico y práctico que no sólo no permite avanzar, sino que es sospechoso porque desplaza de su eje la formación humanista que permite organizar fuerzas para superar los odios con las armas de la crítica. En la dialéctica de la vida los contrarios no se exterminan, se transforman.
Hay tantos tipos de odio como distorsiones en el método transformador. Tal variedad nace y se reproduce en los vacíos que deja la ignorancia y la falta de rigor para la praxis, en todos los niveles y en todos los frentes de la lucha. Sea de nuestro lado o del otro. Nadie está a salvo, aquel que se siente dueño de objetos, personas o conceptos (como botines de su “propiedad privada”) comete un error (a veces voluntario) que lo conducirá a odiar tarde o temprano. Es ingrediente del odio sentir que se ha sido despojado de alguna propiedad. Y hay tantas mezclas de despojo, combinadas con aprehensión propietaria, que ha ido multiplicándose y profundizándose la complejidad del repertorio de los odios.
En el odio de la clase opresora se coagulan -y sinceran- todas las patologías del capitalismo. Es uno de sus espejos más nítidos. Es odio “refinado”, que se ha sofisticado, instrumentalizado y maquillado hasta parecer, incluso, “amor al prójimo” o filantropía para anestesiar insurrecciones populares. Mientras los odiadores ponen cara de “buenos”. Por eso, odian más quienes más roban. Odian por lo creen que pierden, o por la simple sospecha de ser expropiados. Odian a sus expropiadores, pero más odian la idea y la práctica que convierte lo expropiado en posesión colectiva.
Existen odiadores expertos, forjados en las fábricas ideológicas dominantes, que han cultivado extensiones enormes de odio y las atienden con esmero como si se tratara de “nuevas propiedades”. Han hecho escuelas de odio muy refinadas. Cuentan con estructuras jurídico-políticas a granel. Tienen religiones, universidades y entretenimientos donde se perfecciona el odio de clase, se lo esparce como “sentido común” (y como identidad) y se le reconoce valor de uso y valor de cambio en el mercado del control social, del monopolio del poder político y del poder militar. Odio miserable, pero eso sí, muy rentable.
En el relato de las burguesías el “odio” reviste récords de época muy convenientes para la apropiación del producto del trabajo ajeno. Con el beneplácito de algunos “expertos” y de sus jefes, convierten el odio en una corriente desenfrenada, cargada con “nuevas clasificaciones”, donde reina -sin tapujos- la idea de que odiar es condición de los seres humanos capaces, incluso, de odiarse a sí mismos con odio funcional y contra su propia clase… y por cuenta propia. Determinismo del odio que no tiene horarios. Por cierto, no permitamos que los noticieros burgueses nos convenzan de odiar a nuestro propio pueblo. No nos traguemos el odio oligarca como si fuese nuestro.
Odiar implica desaparecer al oponente, exterminarlo. Incluso con violencia ignota. Con odio se cancela el debate, los diferendos, el “agón” griego. Se suprime el trabajo de argumentar, racionalmente, para convencer con evidencias. Se suprime la contrastación de criterios o experiencias y se impone el individualismo aberrante de “la razón soy yo”, aunque para eso haya que usar palos y plomo, cárcel y persecución. El odio cancela la igualdad, la libertad, la empatía, el respeto a la dignidad y a la autonomía del otro. Es impensable una sociedad igualitaria y digna mientras haya gente produciendo odio y vendiéndolo como uno de los más grandes negocios de la Historia. Propagar odio debería ser considerado Delito de Lesa Humanidad. Y es que han convertido al odio, también, en mercancía.
Hay víctimas del odio que no devuelven odio. Lo convierten en lucha. Víctimas que han sabido dignificar su dolor sin permitir que se degrade en odio. Espíritus y luchas ejemplares que han ascendido a la praxis de las batallas reivindicatorias, apasionadamente y a salvo de los odios. Es imprescindible entender la naturaleza del odio, sus raíces, causas y efectos… combatirlo en sus más diversas facetas e impacto en las visiones y conductas deformadas por las ideologías del odio y con odio (racistas, sexistas, supremacistas, integristas que la fomentan) Es una tarea central derrotarlo… en y con todo lo que tengamos a mano, incluyendo la literatura, las artes, el cine y los “mass media”. Hay que llamar a todos los frentes dignos, y en pie de lucha, a frenar la propagación del discurso del odio contra los inmigrantes y contra todos los grupos llamados “minoritarios”. Desterrar el odio a los líderes sociales, a los movimientos emancipadores, a los mandatarios de las naciones progresistas o revolucionarias. Combatir el odio desatado y cultivado en las “redes sociales”. Frenar el odio generalizado para amenazar a la voluntad democrática de los pueblos. Desterrar el odio creado para sofocar el disentimiento legítimo, la libre expresión popular, el derecho a vivir sin violencia… y, además, exigir que cesen los caminos por donde transita el odio de clase y la violencia burguesa disfrazada, también, de “libertad de expresión”. Metabolizar las subjetividades en la lucha.
Fernando Buen Abad Domínguez | 08/05/2024
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