No tiene nada de exagerado afirmar que Gran Bretaña está en virtual colapso. Los titulares que vienen utilizando los principales medios para caracterizar la situación del país son de por sí elocuentes. “Prácticamente nada funciona en el Reino Unido”, dice el semanario conservador The Economist. “El país está crujiendo”, diagnostica otro pilar del establishment, el Financial Times” (Página/12, 27-8).
La inflación más alta de los últimos 40 años, que se acerca al 13%, el hundimiento de los ingresos de los asalariados, el deterioro sin precedentes de la salud, la falta de agua en medio de la sequía que sacude el viejo continente, la disparada de los precios de la energía que está haciendo estragos en los hogares y que aumenta este mes un 80%, hablan de un malestar y inconformismo generalizado. Este clima ha sido el combustible que nutre la ola de huelgas que estremece el país. Hay que remontarse también 40 años para una reacción de los trabajadores de la misma envergadura.
Los trabajadores portuarios vienen de protagonizar un paro por ocho días en el muelle de Felixstowe, en la costa oriental británica, donde cada año se manejan unos 4 millones de contenedores de 2.000 buques. Felixstowe maneja casi la mitad de la carga que llega al país.
La huelga podría obligar a desviar los buques comerciales a otros puertos en el Reino Unido o en Europa.
La huelga ocurre en momentos en que el Reino Unido entraba en su tercer día un paro ferroviario, convocado para pedir mejores salarios y seguridad laboral. Apenas uno de cada cinco trenes cubría sus rutas y en algunas estaciones no llegó ni un solo tren. Los líderes sindicales afirman que es probable que haya más huelgas. El gobierno y los sindicatos de tránsito no han llegado a una solución a pesar de meses de negociaciones.
Esto empalmó con una paralización de las líneas del subterráneo de Londres, y con cancelación de vuelos. La onda expansiva llegó a empresas industriales y de servicios como Amazon. Quinientos mil enfermeros también están en conflicto. Los 120.0000 trabajadores postales, los abogados, el personal de British Telecom y los recolectores de basura, a su turno, han anunciado huelgas para finales de agosto.
Bajo este clima, crece la efervescencia entre los sindicatos británicos. Estos meses han pasado a la historia como “El verano del descontento”. El responsable de servicios públicos del Congreso de Sindicatos (Trades Union Congress), Kevin Rowan, que viene haciendo la plancha en medio del vendaval, se ha visto obligado a declarar que la organización sindical “apoyará y alentará” a los sindicatos en esta iniciativa, para que las huelgas sean “lo más eficaces” posible.
Los pronósticos es que la inflación, lejos de atenuarse, se va a agravar. Las previsiones de bancos y consultoras es que la inflación en Reino Unido alcanzará el 18%. Entre octubre del año pasado y el octubre que se aproxima, 24 millones de hogares británicos pagarán el triple por la energía, de lo que lo hacían un año atrás. La factura promedio pasará a ser de 350 dólares mensuales, lo cual actúa como caldo de cultivo para las demandas. A la par de la conflictividad laboral ha empezado a abrirse paso entre la población afectada un movimiento autoconvocado que plantea no pagar las boletas de servicios que llegan con los nuevos aumentos.
Decadencia británica
El colapso actual expresa no solo una combinación de factores recientes, sino que da cuenta de una crisis de fondo que viene madurando hace largo tiempo. Una de sus manifestaciones últimas fue el Brexit, pero data de varias décadas. “Uno de los diagnósticos más lapidarios pertenece a un columnista estrella del ultraconservador matutino Daily Telegraph. ‘Nuestro asombrosamente acelerado declive es trágico y, sin embargo, no sorprende. Estamos cerca del desenlace, del punto final, de un cuarto de siglo de fracaso político, intelectual y moral del cual la mayoría de nuestra clase política es cómplice’”, escribe Allister Heath (Página/12, ídem).
Históricamente, Gran Bretaña ya era una potencia en declinación. La clase capitalista apostó bajo el gobierno de Margaret Thatcher a recobrar parte del esplendor perdido a través de privatizaciones, ventajas impositivas, incentivos al capital y un ataque en regla, flexibilización mediante, de los trabajadores, reducción de los costos laborales, despidos y persecución gremial. Los laboristas que asumieron luego de la Dama de Hierro no se apartaron de ese derrotero. No obstante, esta ofensiva no logró remontar la pendiente descendente del capitalismo británico.
Los conservadores que asumieron después de 2010, tras el estallido de la crisis financiera de 2008, pretendieron darle un nuevo impulso a esta apuesta. El énfasis fue puesto en la reducción del déficit fiscal y que la solución residía en bajar el gasto y estimular la inversión privada, recortando los impuestos de ricos y corporaciones.
A pesar de tener una de las tasas impositivas más bajas, el Reino Unido está en los últimos escalones de la inversión privada y pública de los países del G7. Lo cual prueba, una vez más, los límites de la política monetaria y fiscal para contrarrestar las tendencias a la caída de la tasa de beneficio que operan en el marco de la crisis de sobreproducción y sobreacumulación de capitales presentes en la economía mundial.
“Esta falta de inversión viene de décadas. Una obsesión con la eficiencia del gasto ha hecho que en vez de mantener y mejorar la infraestructura, se la haya dejado colapsar. En el Reino Unido se trabaja mucho más que en Alemania y Francia, pero estamos muy por detrás en términos de productividad porque invertimos muchos menos en rubros clave incluidos tecnología, capacitación e investigación”, señala el editor económico del The Guardian, Larry Elliot (Página/12, ídem).
La sequía en este verano dejó a la vista que las corporaciones que manejan el suministro de agua, privatizado en los ’80, no han construido ningún nuevo reservorio a pesar de que hubo un aumento poblacional de diez millones de personas en las últimas décadas.
El mismo descuido se ve en el mantenimiento de un sistema que, en gran parte, viene de la época victoriana.
Los impuestos a las corporaciones han bajado del 26 por ciento en 2010 al 19. Pero más que estimular la inversión, las ganancias se usaron para pagar dividendos a los accionistas: el equivalente a más de 70 mil millones de dólares (57 mil millones de libras) en los últimos treinta años.
El sector energético, que registró ganancias extraordinarias con la guerra, está aumentando los precios, sin que ello se haya traducido en una expansión de la infraestructura.
A nivel del sector público, el congelamiento y reducción de la inversión desde 2010 hizo que el Sistema Nacional de Salud (NHS) tenga hoy uno de los más bajos números de camas hospitalarias por persona de un país desarrollado, algo que se notó durante la pandemia. El virtual congelamiento de salarios desde 2010 llevó a un éxodo de enfermeras y médicos, éxodo compensado solo parcialmente con la contratación de profesionales de países en desarrollo. Aún así hay una faltante de enfermeras (Página/12, ídem).
El gobierno británico viene de anunciar recortes parecidos en el ferrocarril que ascienden a 2.500 millones de dólares.
Perspectivas
Este escenario se potencia como resultado de una disgregación política, que está en pleno desarrollo. El primer ministro Boris Johnson renunció en junio y su sustituto recién se anunciará el 5 de septiembre. Pero los relevos en danza no representan una salida superadora. Los dos candidatos, por lo pronto, se aferran al mismo libreto que fracasó en las gestiones anteriores.
La favorita, la canciller Liz Truss, promete una reducción impositiva de 27 mil millones de libras que favorecerá a empresas y multimillonarios para estimular la inversión en un país que todavía está lidiando con el agujero fiscal que le dejaron la pandemia y el Brexit. Su rival, el ex ministro de finanzas Rishi Sunak, es un poco más prudente y dice que ese es un objetivo a alcanzar más adelante. El aumento de la tasa de interés, por su parte, que defienden ambos candidatos, no ha logrado revertir la inflación, pero ha sido suficiente para avivar las tendencias recesivas.
La transición que se abre, por lo tanto, está lejos de cerrar la crisis, más bien puede concluir acelerándola. El nuevo primer ministro debutará con una pobrísima base de sustentación: será electo por apenas 200 mil miembros del Partido Conservador. La abrumadora mayoría de la población, atravesada por fuertes tensiones económicas, sociales y políticas, será un convidado de piedra, una situación insostenible en medio de la actual convulsión nacional.
En caso de que tengan una luna de miel, que suelen contar los nuevos gobiernos, la misma será breve. Los recursos de la nueva administración son demasiados exiguos y precarios en relación a los desafíos que hay que enfrentar, por lo cual sus chances de finalizar el mandato en diciembre de 2024 son remotas y muy probablemente asistamos a un escenario de elecciones anticipadas. Una encuesta reciente le daba una ventaja a los laboristas de ocho puntos sobre los conservadores y ponía por delante a Keir Starmer como mejor primer ministro que Johnson, Truss o Sunak.
Pero más allá de los avatares políticos y electorales, cualquiera sea el partido o combinación que se abra paso, lo que estará en cuestión es cuál es su capacidad de pilotear la crisis. Una pulseada fundamental y estratégica del nuevo gobierno será con los trabajadores. Lo que está en juego es hasta qué punto se puede hacer refluir la ola de huelgas o, por el contrario, esa ola se termina abriendo camino.
Independencia política
El gobierno de Boris Johnson culpó a los sindicatos de provocar el caos y propuso que otros trabajadores contratados por agencias reemplacen al personal para garantizar el servicio. Desde entonces, el gobierno ya derogó una ley que prohibía a las empresas contratar trabajadores temporales mientras durara la huelga ferroviaria.
“Truss propone ilegalizar el sindicalismo efectivo en Gran Bretaña y robar a los trabajadores un derecho democrático clave”, dijo Mick Lynch, secretario general del RMT (sindicato de ferroviarios) y advirtió que el descontento actual puede terminar en una huelga general de facto (la última fue en 1927). “Es algo que decidirá la central de trabajadores. Pero lo que vamos a ver en educación, salud, transporte y el sector privado es acción sincronizada de huelga”.
Empieza a asomar la perspectiva de la huelga general. Las organizaciones gremiales están recorridas por tendencias contrapuestas: por un lado, una tendencia a la generalización de la lucha que está sostenida por los gremios más aguerridos y en conflicto y, por el otro, una tendencia a la integración al Estado, contemporizadora con el poder político de turno, representada por la cúpula de la central obrera. La máxima dirigencia sindical está alineada detrás del Partido Laborista, comandada en la actualidad por su ala derechista bajo el liderazgo de Keir Starmer, y viene jugando un rol clave en preservar la gobernabilidad del régimen político, bloqueando una acción de conjunto de la clase obrera británica. La ruptura de las ataduras del movimiento sindical con esta política de sometimiento al capital y sus partidos, y la defensa de la independencia política es una cuestión clave en las próximas y cruciales batallas que tiene por delante el proletariado británico.
Pablo Heller
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