El dato de que la inflación de marzo fue del 4,8% terminó de desnudar la deriva del gobierno. No solo evidencia el fracaso del intento por contener los precios en las góndolas, sino la completa precariedad de la política con la que Martín Guzmán y Alberto Fernández pretenden surfear la situación económica hasta las elecciones. El desmadre inflacionario amenaza con desatar una nueva corrida cambiaria, y consuma desde el vamos una mazazo contra el bolsillo de los trabajadores.
Los altos precios de la soja y los anuncios de giro de fondos del FMI habían ilusionado al gobierno, que se jactaba de haber logrado estabilizar la situación cambiaria y empezar a recomponer lentamente las reservas internacionales, lo cual permitiría postergar para después de las elecciones la firma del acuerdo con el Fondo -de manera de ocultar durante la campaña la política económica que realmente implementará. Pero el índice del 13% en el primer trimestre, en la previa de la entrada en vigencia de los tarifazos en los servicios públicos y cuando ni siquiera se completó el esquema de naftazos, revela una tendencia que solo en la primera mitad del año arrimaría a la pauta oficial del 29%. Esto pone en jaque todo el «plan Guzmán».
Resulta que el ministro de Economía ya venía comandando una política «ortodoxa» (fondomonetarista) para apaciguar la inflación, basada en reducir el déficit fiscal y financiarse mediante deuda en pesos en lugar de con emisión monetaria. Además del ajuste del gasto público, para eso tenía que lograr renovar los títulos que van venciendo y colocar más, pero en las últimas dos licitaciones apenas pudo refinanciar la mitad de los vencimientos. Es decir que no solo se vería forzado a imprimir billetes para cubrir el déficit, sino también para cancelar los pagos de deuda.
Este empantanamiento obedece a que toda la estrategia depende del rendimiento que puede ofrecer a los especuladores, en especial a dos pulpos de las finanzas internacionales como son Pimco y Templeton, que concentran la mayor parte de todos los títulos en pesos del Estado nacional. Como a la vez el gobierno dilapida las reservas del Banco Central para mantener a raya los dólares financieros, resulta que estos fondos de inversión encuentran que tienen la oportunidad de cobrar los bonos que vencen y pasarse a dólar mediante un contado con liqui «subsidiado». La pax cambiaria, al fin y al cabo, es un gran negocio para los mismos bonistas que desplumaron al gobierno en el canje.
Las otras herramientas también son limitadas. Con una recesión industrial generalizada y una bola de nieve de Leliq y pases pasivos de tres billones de pesos, subir las tasas de interés (para estimular que se invierta en pesos y desincentivar la corrida al dólar) tampoco es una alternativa. De hecho, lo que era un recurso para sacar billetes de circulación se convirtió en uno de los principales factores de emisión, ya que en el primer trimestre se pagaron más de 260.000 millones de pesos a los bancos privados en concepto de intereses.
La suba de precios también hizo quedar en ridículo la pose oficial acerca de una intransigencia con los empresarios por la sucesivas remarcaciones. Los alimentos siguen a la cabeza de las alzas, sin incidencia alguna de los presuntos acuerdos y las imputaciones de la Secretaría de Comercio. El encarecimiento de la carne reavivó las amenazas del gobierno sobre cerrar las exportaciones, pero lo cierto es que está de rodillas ante el complejo agropecuario como vía de ingreso de divisas. Es la única carta que ofrece al FMI como garantía de repago.
Un sector de los funcionaros acusa a los empresarios como responsables de la inflación, pero es para la tribuna: a la hora de fijar topes paritarios -que ya quedaron desactualizados- tomaron los clásicos argumentos patronales. Por lo demás, es solo una forma de encubrir su propia responsabilidad. Los sucesivos naftazos repercuten en toda la cadena, y lo mismo sucede con el tarifazo en el gas y la electricidad que se aplica a la industria, porque las empresas lo trasladan a los consumidores. El 13% del primer trimestre recalienta la presión de los pulpos petroleros y energéticos por mayores aumentos de tarifas y combustibles.
La aceleración inflacionaria genera a su vez una mayor expectativa de inflación a futuro, y demuele la credibilidad del gobierno. Por eso mientras Guzmán está de gira en Europa buscando un visto bueno para la renegociación con el Fondo Monetario y el Club de París, toda su política de paulatina recomposición de la moneda local (con una devaluación menor a la inflación) entra en un cono de sombras. Si definitivamente vuelve a crecer la brecha cambiaria es probable que, a la espera de una depreciación del peso, comience a reducirse la liquidación de la cosecha. El Banco Central no tiene margen para hacer frente a una nueva corrida cambiaria.
El naufragio del «plan Guzmán» saca a relucir su carácter antipopular. Contra esta política de ajuste y saqueo, es necesario enarbolar un programa de salida que parta de la intervención de los trabajadores, cuando emergen en todo el país luchas obreras que empalman con un ascenso extraordinario del movimiento piquetero. Junto a la lucha por trabajo y por aumento salarial, urge plantear la apertura de los libros de toda la cadena de valor al control obrero, empezando por el rubro de los alimentos y la industria energética; la nacionalización del comercio exterior para desindexar los precios internos de los de exportación; la investigación y el no pago de la deuda externa, junto con la nacionalización de la banca, para cortar de cuajo la fuga de capitales y la especulación financiera a costa del país, y proceder a una reorganización económica bajo la dirección de la clase obrera.
Iván Hirsch
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