lunes, 7 de mayo de 2012
Breves historias de la intemperie
Los niños muertos en la tormenta de abril en Villa 21 todavía están la morgue. Nadie reclama sus huesos picados por el paco. El millón y medio que viajó el fin de semana con puente y feriado gastó mil millones de pesos. Son dos países pero están juntos. Se mixturan, se tocan. Pero no se ven. Se bifurcan y se rozan. Viven en callecitas angostas y polvorientas. Y en calles enrejadas. Mueren de la misma muerte. Y ante el mismo abismo. El mismo país. Con el abrazo roto.
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Las campañas contra la tracción a sangre detallan brutalmente: los caballos que arrastran pesados carros se lastiman. Suelen estar flacos, desnutridos. Con las costillas saltando la piel. Se deshidratan. Sufren lesiones óseas irreversibles.
Por Acoyte, cruzando Rivadavia, impulsaba el carro con el pecho y consumía su fuerza en pasos flacos sobre el pavimento. Ya casi sin pulmones. Altísimas torres de cartón y bolsones obesos iban, cómodos, sobre la estructura que lo superaba diez veces en volumen. Tenía menos de treinta años y las costillas saltando de la piel. Los huesos se le quebrantarán como cristales. En no mucho tiempo.
El cartonero de Acoyte no tenía caballo.
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Le dieron una tenaza para desclavarlo. Quería ver la muerte en su cara más bestial. Cómo lleva la muerte en su regazo a su cría que se apuró a nacer. Y le dijeron que la arrebató, ahí en el primer aliento. Abrió la tapita de madera y escuchó el gruñido de los clavos. Y un llantito de este mundo que le dijeron que ya era de otro. Su niña estaba apenas viva, todavía en la falda de la muerte. Que se distrajo mirando cunas en un hospital del Chaco. Todavía hoy la miran tras un vidrio. Luchando por quedarse aquí.
Sábado a la noche. Las contracciones y el dolor tajante en la panza la sentaron en la guardia de la maternidad de Catamarca. Nadie llegó a tiempo. El cachorro nació en el baño. Desesperado por salir a una vida que no promete algodones, cayó al piso. Lo ven apenas un ratito por día en la terapia intensiva. Dicen que tiene un traumatismo de cráneo. En realidad, el mundo le advirtió desde el vamos que habrá poco espacio para la piedad.
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Vivió durante años en el refugio vecino del puente Victorino de la Plaza. Se despertaba en las mañanas con el ruido ventral de la frontera entre Avellaneda y Barracas. El olor del Riachuelo ya era parte de sus narices. En los últimos tiempos no salía ni para recolectarse un almuerzo. Ya no respondía. Sólo miraba pasar la locura hacia el puente naranja, ida y vuelta, día a día. Tarde a tarde.
Cuando el refugio apareció limpio y su historia entera fue recogida en una bolsa por un camión de Covelia, el mundo lo dio por muerto. Y lo olvidó.
Fue en las primeras heladas de abril.
En Bahía Blanca, el frío bajó del tren antes de tiempo. Y atacó por la espalda.
Jorge Warne tenía 67 años y vivía en un colectivo abandonado. Se murió por la noche, cuando el viento helado cruzaba por las ventanillas.
Mario Olate tenía 65 años y se refugiaba debajo de un tanque de guerra en la plaza Villa Loreto. No combatía por tierras lejanas ni por centímetros de frontera.
No lo mató ni un misil ni una granada. Lo venció el frío. El ejército más inapelable para los hijos de la intemperie.
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Marcos Gentiletti tenía ocho años. Murió de leucemia, en el mes más invierno del invierno pasado. Murió en Villalda, Santa Fe. El y sus padres vivían respirando agrotóxicos. Les fumigaban la patriecita pequeña de su casa para salvar la soja. En el otoño del mismo invierno, a Juan Estanislao Milesi, de cuatro años, le diagnosticaron la misma leucemia en Mercedes. Habían fumigado sobre su casa.
Ezequiel Ferreyra murió a los siete en Pilar, hace dos años. Trabajaba desde los cuatro manipulando frascos con agroquímicos en un galpón atestado de gallinas de la empresa Nuestra Huella. Toda su familia fue cargada a un camión y traída de Misiones a trabajar entre huevos y plumas y veneno. Los empresarios fueron sobreseídos por la Justicia.
Hace días el expediente que reposa en la Cámara Federal de San Martín sumó un dato. Los químicos que tocaba Ezequiel desde los cuatro años eran similares al Agente Naranja. El napalm que quebraba pulmones y neuronas vietnamitas en las fumigaciones bélicas del imperio.
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“Los enemigos no lo conseguirán, como no ha conseguido jamás la envidia de los sapos acallar el canto de los ruiseñores ni las víboras detener el vuelo de los cóndores”. (Eva, 1º de Mayo de 1952).
Silvana Melo / APe
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