La votación del acuerdo con el FMI en el Senado no le aportará al gobierno ni siquiera la apariencia de una estabilización política y económica. Hasta los mayores impulsores o protagonistas del pacto reconocen que se ha convertido en papel mojado incluso antes de su aprobación. Lo saben inviable, de cara a la crisis mundial y a la guerra, a la propia bancarrota argentina y, principalmente, a la rebelión popular que engendrará sus principales medidas.
Se acaba de difundir un estudio del ex funcionario kirchnerista Diego Bossio, anticipando que la explosión de los precios internacionales de las materias primas y la energía hará añicos, por un lado, las previsiones inflacionarias del acuerdo, y, por el otro, inviabilizará la reducción de los subsidios tarifarios previstos. Por el contrario, “el mismo encarecimiento de la energía obligará a aumentar los subsidios, de modo que la pretensión de reducir el déficit fiscal quedará pulverizada” (La Nación, 17/3). A sabiendas de su inviabilidad, el directorio del FMi se apresura a refrendar el acuerdo con Argentina en un trámite sumario, pero incorporando una “consideración” dirigida a abrir el paraguas respecto de las “complejas condiciones” del país.
Al final, la exclusiva aprobación del endeudamiento en el Congreso -sin incluir el programa económico- impuesta por la oposición, terminó siendo una confesión política: el “programa” es sencillamente inviable, y algunos episodios de estos días se han encargado de confirmarlo. Por caso, el gobierno no tiene la menor condición política para frenar la disparada de precios de los alimentos: apenas el amague de una reforma de las retenciones fue suficiente para desatar un conato de rebelión en el capital agrario, que amenaza con retacearle los dólares que deben sufragar al pago de la deuda. El “plan antiinflacionario” que Fernández anunciará este viernes será un plato recalentado de las medidas ya fracasadas.
La inflación de febrero, de casi el 5%, no incorpora aún la disparada meteórica de los derivados agrícolas -harina, pan y otros- en la primera quincena de marzo. Pero el acuerdo fondomonetarista agregará su propio combustible a esta disparada, con los aumentos ya pautados en el gas, la luz, el agua y las naftas.
Si todos los precarios equilibrios han saltado por los aires, ello vale en primer lugar para la situación de la clase obrera. En los mismos días en que se disparaban los índices inflacionarios, se han firmado aumentos paritarios en cuotas del 41-43%, en sindicatos estatales, docentes o en los metalúrgicos, cuando la inflación anual se proyecta al 60%.
Estamos a las puertas de una nueva desvalorización del salario, después de las que vienen ocurriendo sin pausa desde 2018. Ni qué decir de las jubilaciones, después que Guzmán- Fernandez eliminaran al índice inflacionario de su movilidad.
La brutal licuación de salarios, jubilaciones y planes sociales es un componente fundamental del acuerdo fondomonetarista. Pero despliega, en medio de la crisis política y del colapso del gobierno, el escenario de la rebelión popular. Ayer, la Ciudad y todos los puentes de acceso fueron sacudidos por las organizaciones de desocupados independientes del gobierno, mientras los capitalistas, la burocracia sindical y el gobierno refrendaban un “salario mínimo” que se encuentra por debajo de la canasta de indigencia.
Tenemos que explicar el alcance de esta crisis en todas las organizaciones obreras y de lucha. La nueva etapa abierta con el acuerdo fondomonetarista y la guerra internacional plantea con mayor vigencia que nunca la necesidad de un Congreso de trabajadores, que discuta un programa, una lucha decisiva contra el régimen fondomonetarista -la huelga general- y su superación por parte de un gobierno de trabajadores.
Marcelo Ramal
17/03/2022
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