sábado, 10 de diciembre de 2011

Hace noventa años


A noventa años de los fusilamientos de peones rurales en la Patagonia. Muerte injusta en el paraíso. Allí, cerca de uno de los paisajes más hermosos del mundo, esos pobres trabajadores de la tierra que pedían tan poco fueron asesinados por el Ejército Argentino, por orden del teniente coronel Héctor Benigno Varela, jefe del 10 de Caballería, por el bando de pena de muerte otorgado por el presidente Hipólito Yrigoyen, en 1921.
Estamos frente a la tumba masiva en la estancia La Anita, en Santa Cruz. A doscientos metros de ella, la construcción muy humilde que los recuerda. Allí realizamos el acto, como todos los años en esta fecha. El 8 de diciembre. Hubo música de guitarra gaucha, la voz de un cantor del pueblo y las voces emocionadas de varios oradores. Expresamos nuestro dolor ante un crimen oficial tan injusto, cruel y siempre impune. Jamás sus autores fueron juzgados. El fusilador teniente coronel Varela, sí, fue muerto por la ira del pueblo, en manos del anarquista alemán Kurt Gustav Wilckens, que hizo volar por el aire al orgulloso militar argentino.
Pero el gran responsable de los crímenes oficiales cometidos contra los trabajadores del campo fue el presidente Yrigoyen, ya que le dio al militar Varela el bando de la pena de muerte “por subversión”. Señor presidente: una huelga no es subversión. Subversión fue aquella traición a la democracia que hizo años después en la década del treinta el general Uriburu quien lo derrocó a usted. Y no la justa huelga, el grito de nobleza rebelde de cientos de peones patagónicos que querían vivir con un poco más de dignidad y no como verdaderos esclavos de los dueños de todo en aquellas latitudes sureñas. En el acto del jueves pasado recordamos en toda la verdad, tan cerca del Lago Argentino, la memorable sesión de la Cámara de Diputados en el Congreso de la Nación, poco después del crimen de los fusilamientos, cuando la oposición pidió aclarar el porqué de los crímenes que acababa de cometer el Ejército y la responsabilidad del presidente Yrigoyen en ese crimen cometido por el partido radical gobernante. Pero en ese debate el único camino que el radicalismo vio para negar la verdadera justicia fue votar en contra de todo proyecto de investigación sobre los fusilamientos de peones. E Yrigoyen tuvo una actitud poco democrática, no aceptó enfrentar a la oposición en el Congreso de la Nación ni responder a las preguntas del porqué la pena de muerte en las pampas argentinas contra los más débiles. Siempre, Yrigoyen se negó a tratar de explicar el deleznable y cobarde crimen oficial.
El público presente en el acto del jueves pasado frente a la estancia La Anita, bajo un cielo absolutamente celeste, fue casi todo joven, y esa juventud gritó tres veces la palabra “Justicia”. Sí, allí en esa tumba masiva de los asesinados por el fusil del ejército argentino están enterrados trabajadores de todas la provincias argentinas y chilenos venidos de la isla Chiloé, por eso llamados “chilotes”. Y también anarquistas españoles, rusos y alemanes que enseñaban la teoría del socialismo en libertad.
En nuestras palabras, dichas con la enorme tristeza de que nunca oficialmente los argentinos hemos reconocido el crimen, recordé aquella sesión de diputados de enero de 1922, donde el representante socialista De Tomaso comenzó diciendo con voz emocionada: “Señores diputados, ha ocurrido en el territorio de Santa Cruz una tragedia horrible. Se ha hecho una pesada atmósfera de silencio en primer lugar por la prensa grande. Nosotros, que tenemos informes precisos de lo que allí ha ocurrido, nos haríamos cómplices voluntarios de ese silencio si no denunciáramos esos hechos y no pidiéramos la investigación que exige el decoro del país. No hagamos un juego de ocultaciones ni de disimulos. Lo que pasa es que en este caso, las víctimas son pobres diablos, como se dice en el lenguaje de los ricos, son peones, son carreros, son ovejeros. Aseguro a la Cámara que muchos de los cadáveres todavía están insepultos en el campo donde se produjeron los fusilamientos. Todavía llegaría a tiempo la comisión para ver los restos de algunos cadáveres que fueron quemados con nafta derramada sobre ellos por las tropas del ejército”.
Pero los radicales votarán en contra de toda comisión investigadora. Y se acabó. Los muertos, muertos están. Fusilados sin juicio previo. El teniente coronel Varela había sido el juez supremo. La democracia había recibido una puñalada por la espalda. Se había cometido el mayor crimen contra los trabajadores de la tierra de nuestra historia. Pero las pruebas quedaron. Ahí están las tumbas masivas en todo el territorio santacruceño. Todas están ya marcadas. El pueblo les lleva flores. Se los acaba de recordar. En cambio, para los fusiladores no hay ningún homenaje. Los estancieros, los beneficiados, miran hacia otro lado, para ellos la historia no existe.
Finalmente. La ética siempre triunfa. Pueden pasar muchos años, pero la verdad se impone. Se sabe que el estanciero Federico Braun, dueño de la estancia La Anita, está por donar la tierra donde está la tumba masiva de los peones fusilados para que allí se traslade el monumento que los recuerda actualmente a doscientos metros de allí.
Pasaron muchos años desde aquel diciembre de 1921 cuando el feroz teniente coronel levantaba la mano marcando cuatro dedos que significaban cuatro tiros ordenando fusilar. Y la ética siempre triunfa. El jueves los jóvenes gritaron “Justicia” y la Historia los mira de frente. Se hace Justicia, por fin. Nadie ya puede echar de menos los crímenes de aquel diciembre de 1921. Los monumentos de aquellas lejanas tierras sureñas para “Facón Grande”, Albino Argüelles, Outerello, están allí mirando a la sociedad de frente. Los que pusieron el rostro para exigir dignidad en el trato con las peonadas. De los represores, nada. Ni siquiera aparece algún pariente de ellos para cuidar sus tumbas anónimas.
Un ejemplo a tener por los represores de siempre. La Patagonia Rebelde, aquella de las peonadas en asambleas por la dignidad, se ha impuesto definitivamente. La ética, la verdad histórica, la justicia, finalmente es la que da la última palabra.

Osvaldo Bayer

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