domingo, 23 de junio de 2019
Un Inca en las Cortes españolas
Entre los héroes de la revolución hispanoamericana ocupa un lugar importante, aunque tal vez no tan conocido, el Inca Yupanqui, diputado americano en las Cortes de Cádiz durante la ocupación francesa en España.
Dionisio Uchu Inga Yupanqui nació en Los Reyes, Perú, en 1760, y fue nombrado representante americano en la Junta Central de Cádiz en 1810. Era hijo de un noble indio de origen mestizo, Domingo Uchu Inga Ampuero (Teniente Coronel del Ejército Real), y de la acaudalada criolla Isabel Bernal. Descendiente del gran emperador inca Pachacuti por vía materna (4ª generación), habiéndose trasladado con su familia a España cuando tenía nueve años, fue educado en el Real Seminario de Nobles de Madrid por ser hijo de noble indígena. Americano como el plebeyo y mestizo José de San Martín, Yupanqui luchó igual que aquel en la guerra por la independencia española contra las tropas francesas de Napoleón en la península ibérica. La revolución de mayo de 1810 en el Río de la Plata encontró a ambos del otro lado del Atlántico.
Fue nombrado diputado suplente en las Cortes de Cádiz (aunque ejerció la titularidad todo el tiempo entre 1810 y 1813) en representación del Virreinato del Perú (1). Como tal le cupo una destacada labor a favor de los derechos indígenas y americanos. A él se debe la frase, luego parafraseada por el mismo Carlos Marx: “Un pueblo que oprime a otro no puede ser libre”. Ése sería el argumento principal del famoso discurso del Inca Yupanqui en las Cortes Españolas el 16 de diciembre de 1810.
El discurso del Inca Yupanqui
En su memorable discurso, el Inca Yupanqui interpelaría al rey ausente (prisionero de los franceses), cuya autoridad era asumida en su ausencia por la popular Junta de Cádiz: “Señor, Diputado Suplente por el Virreynato del Perú, no he venido a ser uno de los individuos que componen este cuerpo para lisonjearle: para consumar la ruina de la gloriosa y atribulada España, ni para sancionar la esclavitud de la virtuosa América… V.M. no la conoce. La mayor parte de sus diputados y de la Nación apenas tienen noticias de este dilatado continente. Los gobiernos anteriores le han considerado poco, y sólo han procurado asegurar las remesas de ese precioso metal, origen de tanta inhumanidad, de que no han sabido aprovecharse. Le han abandonado al cuidado de hombres codiciosos e inmorales; y la indiferencia absoluta con que han mirado sus más sagradas relaciones con este país de delicias ha llenado la medida de la paciencia del padre de las misericordias, forzándole a que derrame parte de la amargura con que alimentan aquellos naturales nuestras provincias europeas” (2).
“Sacuda V.M. –proseguía Yupanqui- apresuradamente las envejecidas y odiosas rutinas, y bien penetrado de que nuestras presentes calamidades son el resultado de tan larga época de delitos y prostituciones, no arroje de su seno la antorcha luminosa de la sabiduría ni se prive del ejercicio de las virtudes. Un pueblo que oprime a otro no puede ser libre…”. “Napoleón –concluía el Inca-, tirano de la Europa su esclava, apetece marcar con este sello a la generosa España. Esta, que lo resiste valerosamente no advierte el dedo del altísimo, ni conoce que se castiga con la misma pena al que por espacio de tres siglos hace sufrir a sus inocentes hermanos. Como Inca, Indio y Americano, ofrezco a la consideración de V.M. un cuadro sumamente instructivo. Dígnese hacer de él una comparada aplicación, y sacará consecuencias muy sabias e importantes…” (3).
La Junta de Cádiz y la revolución americana
Instalada el 24 de septiembre de 1810, desde un principio, la Junta Central de Cádiz se había dividido entre “liberales” y “serviles”, de cuya paradójica unión resultó la célebre Constitución española de 1812. Sería a partir de entonces que los vastos y preciosos dominios que España posee en las Indias no son propiamente colonias o factorías como las de otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía española, rezaba ya un decreto de 1809 (4). Por primera vez en trescientos años, dejaba de emplearse en los documentos oficiales de las cortes españolas el vocablo “indias” o “colonias”, para ser reemplazado por la palabra América.
Pero una cosa era la letra y otra la realidad española y americana. Como bien dice el autor de “Historia de la Nación Latinoamericana”, “la política vacilante de la Junta y su temor al pueblo en armas no logró sino un fracaso tras otro” (5), neutralizando todos los intentos por mejorar la situación de unos y otros. Tal vez, dice el mismo autor, “el desenvolvimiento del imperio español-americano mediante el progreso del capitalismo en la metrópolis, podría haber proporcionado a las colonias un nacimiento histórico más sano” (6).
Así también, la lucha por la independencia nacional contra los franceses (que unía a españoles y americanos de todos los bandos) era indisociable del derrocamiento del absolutismo español (defendido todavía por los “serviles”) y de la conquista de las libertades y soberanía popular (que reclamaban los “liberales”). Pero ni España saldría del absolutismo y se desenvolvería en términos capitalistas modernos como las naciones más desarrolladas de Europa, ni América sería considerada en igualdad de condiciones con España, ni el pueblo ni las “clases infames” lograrían las libertades y digna condición reclamadas por Yupanqui y los diputados americanos.
Si al separar la independencia de Francia de la revolución española, España se condenaba al atraso y al fracaso de la revolución iniciada, al negarle derechos efectivos a los americanos, le imponía como única solución la Independencia. Sin destino ya en la península, regresaban en 1812 a América algunos oficiales criollos como San Martín, Alvear, Iriarte, y la revolución americana cobraba vida propia.
Aunque tampoco la independencia de España equivaldría a la democratización y modernización de la vida económica y social de América. Las oligarquías lugareñas que hegemonizaban la revolución independentista -para nada comprometidas con la unidad nacional, la revolución democrática ni la revolución social-, le darían la espalda a San Martín y Bolívar, asesinarían a Monteagudo, exiliarían a O`Higgins y condenarían al ostracismo de por vida al gran Artigas, haciendo fracasar en definitiva la revolución nacional indoíberoamericana, que suponía independencia con unidad continental, revolución industrial y democrática e igualdad social.
La disgregación de las repúblicas americanas impediría la soberanía y el desarrollo de América. “En lugar de una sola y fuerte soberanía –señala Ramos-, obtuvo el grotesco triunfo de elevar dos docenas de provincias a la categoría de “Naciones”” semicoloniales (7), jurídicamente independientes pero económica y culturalmente dependientes. De allí la frase que sintetiza nuestro drama histórico: “América Latina no se encuentra dividida porque es “subdesarrollada” sino que es “subdesarrollada” porque está dividida” (8), empujada a ese destino por los intereses de las oligarquías portuarias aliadas al capitalismo extranjero, que a su vez impediría hasta hoy el desarrollo de un capitalismo nacional autónomo y proveedor de derechos, identidad y bienestar para el conjunto.
Elio Noé Salcedo
Diplomado en Historia Argentina y Latinoamericana.
Notas
1- Dada las dificultades que tenían para llegar a España los representantes americanos durante la ocupación francesa, los españoles designaron como delegados suplentes para las Cortes (Junta Central de Cádiz) a los americanos que residían en Madrid. Más allá de las intenciones de los peninsulares, los americanos residentes en España (como era el caso de Yupanqui y del propio Coronel San Martín) tenían cabal conciencia de su origen y no andaban vendiendo su identidad al mejor postor. De ese modo, mientras el Inca Yupanqui defendía al pueblo indo-hispano-americano desde las Cortes de Cádiz (1810 – 1813), San Martín volvería a América (1812) para defender a sus paisanos desde el propio territorio de origen.
2- Ramos J. A. (2006). Historia de la Nación Latinoamericana. Buenos Aires. Dirección de Publicaciones del Senado de la Nación, pág. 125.
3- Ídem, pág. 126.
4- Ídem, pág. 120.
5- Ídem, pág. 119.
6- Ídem, pág. 143.
7- Ídem, pág. 129.
8- Ídem, pág. 15.
Imagen de portada: ‘La promulgación de la Constitución de 1812’, obra de Salvador Viniegra. – Foto: museo de las cortes de cádiz. Fuente: diariodeburgos.es
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