En 1977, los militares que asesinaron a la madre de Marcela Quiroga la capturaron para usarla como fuente de información
La historia de tres hermanos secuestrados cuando eran niños es la fibra de un nuevo juicio por los crímenes de la dictadura argentina (1976-1983). La mayor estuvo desaparecida tres meses. Su testimonio es de los más crudos que se han oído en los tribunales que juzgan estos delitos desde la reapertura de las causas en 2003, y muestra que las secuelas del terrorismo de Estado son permanentes. “Yo tenía doce años”, dice Marcela Quiroga frente a los jueces. En una pantalla puede mirar también a los acusados, cinco exmilitares que participan por videoconferencia desde la cárcel.
El 6 de septiembre de 1977, los acusados rodearon una casa precaria del barrio Unión Villa España de Berazategui, un suburbio al sur del Gran Buenos Aires. Allí se escondían dos integrantes del área de Prensa de la organización armada Montoneros. María Nicasia Rodríguez alcanzó a refugiar en el baño a sus tres hijos: Marcela (12), Sergio (9) y Marina (de un año y medio). “Pórtense bien, que mamita los quiere”, les dijo, cerró la puerta y resistió el ataque a tiros junto a Arturo Alejandrino Jaimez, Silver, otro militante que vivía en la casa. Ambos murieron.
Los militares acusados integraban el Batallón de Comunicaciones de Comando 601 de City Bell. Dijeron que todo ocurrió durante un operativo rutinario de “control poblacional”. La fiscalía los imputó por dos homicidios calificados y haber hecho posible el calvario que padecieron los niños, un “crimen de genocidio y delito de lesa humanidad”.
Cuando cesó el fuego, un uniformado detectó que había “pichones en el nido” y abrió el baño. “Entraron a patadas. Yo cargaba a mi hermanita. Nos sacaron con violencia, a ojos de todo el mundo. Estábamos semidesnudos, descalzos y aterrorizados”, contó Marcela Quiroga. Y lloró al recordar que su hermano Sergio tuvo que ver a su madre muerta. En su turno, Sergio declaró entre lágrimas que los esposaron a un vehículo, que a Marcela la llamaron “puta” y se la llevaron.
Como también murió un soldado, de nombre Luis Barbusano, el Ejército documentó todo. Los militares dejaron por escrito que, como saldo inesperado, el operativo dejó un “blanco de oportunidad”; es decir, alguien o algo útil para llegar a más blancos. Era Marcela. Y así empezaron los lancheos, como los represores llamaban a los recorridos en coche que hacían con las víctimas de tortura para que marquen a otros integrantes de la organización.
“Me llevaron a señalar casas, lugares, vecinos», contó Marcela a los jueces. «Preguntaban por mi árbol genealógico y toda relación que podíamos tener. Dije todo lo que sabía. Pero algunos estaban enojados y me pedían más. Me asusté y di una dirección inventada. Entonces me llevaron a una pieza, me golpearon y me retorcieron los pezones. Yo tenía 12 años e iba por mi segunda menstruación. Recién en 2013, al declarar en otro juicio, pude ponerle palabras a esto, que fue un abuso sexual”, dice.
Criada en un hogar peronista humilde que se radicalizaba al ritmo de la época, la niña sabía muchas cosas, pero en fragmentos. Que Perón había echado a Montoneros de la Plaza y que la vida familiar crujía, que ahora vivían en la clandestinidad y que por eso no iban a la escuela. Sabía lo que eran un mimeógrafo y una picana eléctrica (su padre había sido secuestrado en 1974), y que los que caían desaparecían. Ahora analiza: “La pérdida de la identidad empieza antes, cuando uno no puede decir su nombre porque le puede pasar algo. Algo que finalmente nos pasó”.
Marcela Quiroga estuvo tres meses desaparecida, controlada por los verdugos Fresco y Francés. Pasó por el Regimiento de La Tablada y los centros de detención Vesubio y Sheraton. Sufrió torturas y amenazas. Debió caminar a ciegas sobre otros cuerpos y usar un baño electrificado, oír los gritos de la tortura y las crisis de nervios de las detenidas arrancadas de sus hijos. “Tenía terror, pero no conciencia. Y una parte mía se mantenía pensando que mi mamá iba a volver”, dijo en el juicio. Su padre, Sipriano Tallo Quiroga, sostuvo que fue posible que el arzobispo Antonio Plaza supiese dónde tenían secuestrada a su hija: “Me mandó a decir que iba a aparecer, y al tiempo apareció”.
Los hermanos menores de Marcela estuvieron cautivos unos diez días. “Ahí yo tuve que hacer de mamá y papá de Marina, y tenía nueve años»; dijo Sergio. «Desde un punto de vista cristiano, los perdono. Pero pido justicia”. Finalmente, los dos hermanitos fueron localizados por su padre mediante un sacerdote que conocía juzgados por su trabajo con niños huérfanos. Marina, la bebé, era hija de una pareja posterior de Nicasia (el uruguayo Guillermo Fernández Amarillo, desaparecido). A sus tíos les dijeron que la niña estaba en Chile, en manos de militares.
Entre la vida y la muerte
En 2007, el Equipo de Antropología Forense (EAAF) identificó a Nicasia en el cementerio municipal de La Plata, 60 kilómetros al sur de Buenos Aires. El Ejército sabía su nombre, pero la sepultó como N.N., uno de los métodos de desaparición más usados. “El proceso de buscarla fue angustiante. Por suerte la encontramos. Se le lleva flores. Pido justicia por los que no están y por nosotros, que sufrimos el desarraigo de que nos quiten todo”, contó Marina a los jueces.
El cuerpo de Silver no apareció. En el juicio se incorporó la tesis doctoral Mary, entre la vida y la muerte (Universidad Nacional de Buenos Aires, 2007), escrita por María Inés Sánchez, una antropóloga social que reconstruyó los hechos y analizó los engranajes burocráticos de la desaparición y la identificación. Sánchez llegó a la historia por una búsqueda que fue profesional y también personal. Su madre, Silvia Corazza, que está desaparecida, conoció y cuidó a Marcela en el centro de torturas Vesubio. Corazza estaba embarazada de su segunda hija, que nació a fines de 1977 y, de milagro, pudo reunirse enseguida con su familia. “Con Marcela estábamos destinadas a hermanarnos”, dice Inés Sánchez.
Marcela también conoció al escritor desaparecido Héctor Oesterheld, autor de El Eternauta, un clásico de la historieta argentina. Pese al horror, él le hablaba de literatura e historia y la hacía jugar al hockey “con un palito” para que le diera el sol. “Yo me fui y ellos se quedaron, y son estrellas que me iluminan», dice Marcela. «No sé cómo hice este camino terrible, pero si sobreviví es para decirlo”.
Josefina López Mac Kenzie
Correo de los Trabajadores
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