domingo, 21 de noviembre de 2010
Un relato sobre aquellos aciagos días de colapso en la Argentina de 2001
Las políticas económicas recomendadas por los organismos internacionales de crédito -como por ejemplo, el FMI- terminaron ocasionando la peor crisis de que se tenga historia en la República Argentina.
La que se leerá a continuación es una narración muy personal. Trata sobre los días en que los argentinos sentimos que nos quedábamos sin país, que este se diluía entre nuestros dedos cual si fueran granitos de arena seca. Que la disolución de nuestra querida patria dejaba de ser una pesadilla propia de un mal sueño y se convertía en una posibilidad cercana, posible.
La siguiente es una crónica dolorosa, solo prometo (como periodista que soy) acudir a la máxima dosis de objetividad para formularla. Diciembre de 2001. La República Argentina arrastraba cuatro años de recesión económica: 1998, 1999, 2000 y 2001 (que ya concluía) habían sido años de neto predominio de un esquema económico sustentado en el ya famoso “1 = 1” (un peso igual a un dólar).
Al comienzo, el “parate” ocasionado por el enfriamiento de un modelo que sólo pensaba en ajustes fue apenas perceptible, pero a partir de 1999 se profundizó. El muy alto tipo de cambio de la moneda local provocaba que a los industriales y productores agrícolas les costara enormemente ubicar sus productos en el mercado internacional. Era un tipo de cambio irreal, muy lejano a la realidad económica de un país con escaso nivel productivo, que las autoridades políticas no se animaron a modificar. Y provocaba distorsiones de toda clase en el universo económico nacional.
Por ejemplo, que a los consumidores al ir al supermercado nos costaba más barato adquirir una lata de duraznos griegos, que una de fabricación local. O que la carne vacuna proveniente de Uruguay resultaba más accesible que los cortes que venían de la provincia de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba o Entre Ríos…, típicas regiones ganaderas de la extensa pampa húmeda. Distorsiones económicas, parálisis, carencia de ventas, profundización de la falta de trabajo, el pedido de nuevos empleos absolutamente inmovilizado… Uno caminaba por una vereda de Buenos Aires, miraba hacia el interior de los locales comerciales y el paisaje era repetido: estaban constantemente vacíos, los propietarios con caras largas, los clientes brillaban por su ausencia. Pasaban los meses, los años, y ésto se convirtió en una olla a presión. El descontento se multiplicó.
La gente reclamaba soluciones, y el gobierno democrático encabezado por el presidente Fernando de la Rúa sólo apelaba a ajustes y más ajustes, concertados con el Fondo Monetario Internacional. Cada nuevo acuerdo firmado con ese organismo representaba un mazazo sobre el pueblo trabajador, y las clases medias que generalmente dependen de la capacidad adquisitiva de aquel. Así arribamos al día 11 de aquel mes que seguramente estudiarán en detalle los historiadores del futuro: el ministro de Economía, Domingo Antonio Cavallo, instrumentó el lamentable “corralito”. Esto es que, de las cuentas bancarias, solamente se podían retirar 1000 pesos al mes, y no más de 250 pesos por semana.
La gente se veía obligada a usar sus tarjetas bancarias para realizar las transacciones diarias, pero prácticamente desapareció el efectivo, el dinero líquido. Miles y miles de personas se vieron exigidas a abrir cuentas de ahorro para poder cobrar por medio de transferencias. Las filas frente a las instituciones bancarias se reproducían. El escenario de las calles de las principales ciudades reflejaba una imagen casi dantesca. Los paros, cortes de tránsito y protestas abundaban. El mal humor era el signo predominante. La olla a presión aumentaba de volumen… Así llegamos al día 18 de diciembre.
Los porteños, ansiosos por conocer novedades, mirábamos atentamente los noticiosos televisivos y de repente “la noticia”: comenzaron los saqueos (todavía aislados) en la Capital Federal, en el Gran Buenos Aires, y en las provincias de Entre Ríos, Santa Fe, Mendoza y Santiago del Estero. Los cronistas informaban que “hordas de personas desocupadas y hambrientas llegaron a forzar el ingreso a supermercados o autoservicios y se lanzaron en busca de arroz, fideos, aceite comestible, leche, lo que fuere”. En la confusión, por supuesto, no faltaron los oportunistas que se llevaban a su casa un televisor o cualquier otro aparato tecnológico… Recuerdo que estaba con la que era mi mujer y con nuestra hijita pequeña y nos miramos a los ojos y, sin decirnos una palabra, ambos comenzamos a llorar. Tanta angustia y emoción contenidas… ¡Esa era nuestra Argentina! ¡Ese era nuestro querido país! ¿Qué habían hecho con él? ¿Qué nos depararía el destino? Interrogantes que resumían la angustia de todo un país.
Al día siguiente, 19, día clave en esta historia, se generalizaron los asaltos a los supermercados y depósitos de alimentos en el conourbano bonaerense. A las 20 horas, estábamos en nuestro departamento capitalino, y comenzamos a escuchar, al comienzo tenuemente, el sonido de golpes de cacerolas. “Tac, tac, tac”. No le dimos demasiada importancia (el panorama de locura que se vivía daba para cualquier cosa). Sin embargo, el sonido fue acrecentándose hasta convertirse en un murmullo ensordecedor. A las 22 horas aproximadamente de una noche tórrida de verano la gente ya no se soportó más encerrada y comenzó a bajar a la calle. Alguien dijo: “¿Y si vamos todos a la Plaza de Mayo…?”. “Bueno, vamos”, fue la respuesta.
Y así, miles y miles de vecinos que habitábamos los distintos barrios de la capital de la Argentina, desembocamos en el centro neurálgico de la vida política nacional (donde históricamente se dirimieron los grandes acontecimientos), con cacerolas, elementos para golpearlas e inmensa dosis de rabia contenida. El eslogan repetido fue “Que se vayan todos”, muestra de un hartazgo infinito con la incapaz clase política que había llevado al país a un estado terminal. Para tener una idea de lo que fue esa jornada y la siguiente (20 de diciembre) vale volcar en el papel el testimonio de Juan José Álvarez, el ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, hecho al diario Clarín, el día 21: “Sacamos 17.000 policías a la calle, de los poco más de 20.000 operativos, sobre un total de 45.000 que tiene la fuerza. Es decir: usamos a todos. Agotamos el stock de 73.000 balas de goma. Se detuvieron a casi tres mil personas. Se dispararon 3.400 granadas de gas lacrimógeno; tuvimos 82 policías heridos, infinidad de automóviles patrulleros rotos y nadie puede denunciar un solo muerto en esos días a causa de las balas policiales”.
Esto en el territorio provincial, porque en la Capital Federal, en los virulentos enfrentamientos del día 20 murieron tres manifestantes, a causa de las balas policiales. En la noche del 19, ya muy tarde, el presidente De la Rúa, por medio de la cadena nacional, decretó el estado de sitio, una medida desacertada, propia de los regímenes dictatoriales, que nos refrescaban a todos recuerdos de las peores épocas. Fue una decisión contraproducente e incrementó la rebeldía de la gente.
El razonamiento colectivo fue el siguiente: “Encima que no puedo utilizar mi propio dinero y/o no tengo trabajo, no sé si podré darle de comer a mis hijos mañana o pasado, ahora el presidente me dice que no podré salir a la calle por el estado de sitio. No, yo salgo y que sea lo que Dios quiera”. Y esa lógica explica, en gran medida, lo sucedido el 20, en que el centro de la ciudad de Buenos Aires se convirtió en un virtual campo de batalla. Con basura quemada en las calles, con fuego por todas partes, con miles de ahorristas golpeando con martillos las puertas cerradas de los bancos, con policías persiguiendo manifestantes por los alrededores de la Plaza de Mayo, con camiones hidrantes lanzando agua a ancianos, mujeres y niños, o a quién se cruzara.
En fin, las imágenes de un escenario apocalíptico. Ahora, con mayor tranquilidad, pienso que las autoridades políticas e institucionales de la nación tuvieron tiempo y oportunidades de sobra para reaccionar. Durante meses se habló sobre que se venía la devaluación, el “default” (esto es, el no pago de la deuda externa), que el futuro económico pintaba de color negro para el país. Y, sin embargo, no se rebelaron ante una realidad que evidenciaba su agotamiento. Había que mantener el “1 = 1”, aunque este modelo destruyera al país… Para finalizar, esta crónica intentó mostrar los signos de lo que es un país al borde la disolución. Ejemplifica el daño infinito que puede ocasionar una nefasta y equivocada política económica, pero también transparenta que un pueblo decidido a luchar por sus derechos y reivindicaciones constituye una fuerza imparable.
Ricardo Osvaldo Rufino
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