lunes, 11 de octubre de 2010
Sobre un adolescente de 15 años secuestrado por la dictadura
En la causa que investiga los crímenes cometidos en El Vesubio, Lila Pastoriza relató su encuentro con Míguez en la ESMA: “Me contó que lo habían torturado delante de su madre para que ella diera los datos de una hipoteca o una casa que tenían”, dijo.
Por Alejandra Dandan
“No es que haga diferencias pero es un caso especial”, dijo Lila Pastoriza. “A 33 años no se sabe nada de lo que pasó con Pablo, nunca nadie dijo nada. No sé por qué razón lo llevaron por distintos campos, si es que estaba tomada una decisión, si la estaban retardando. Lo sometieron a un deambular por los centros clandestinos, hay puntas para investigar qué pasó con él, hay gente que lo decidió y gente que lo ejecutó, que eran los dueños de la vida. Que hablen, no porque eso vaya a resolverlo, sino que permitiría avanzar con el conocimiento de la verdad. Si la conciencia les pesa, decirlo los va a aliviar.”
Lila Pastoriza es una de las sobrevivientes de la ESMA. Ya había declarado en el juicio por los crímenes en el centro clandestino de los marinos, pero el miércoles pasado la convocaron como testigo en la sala donde se investigan los crímenes del Vesubio. Pablo Míguez es el adolescente de 15 años secuestrado el 12 de mayo de 1977, a la madrugada, de una casa de Avellaneda. Lo secuestraron con su madre Irma Beatriz Sayago o Violeta como la llamaban en el centro, y Jorge Antonio Capello, su compañero. Pablo pasó varios meses en El Vesubio, y seguramente después del 10 de agosto, tras un traslado masivo, lo llevaron a la ESMA, dijo Lila. Ahí estuvo aproximadamente un mes y medio en Capuchita, al lado de Lila, y frente a los gritos de la sala de torturas.
Capuchita era el espacio de los secuestrados del GT3 de la ESMA y de los grupos operativos que estaban vinculados con ellos. Lila era una secuestrada de la Marina y había sido detenida por el SIN, estaba ahí con otros compañeros. En un lugar bastante precario, dijo, con veinte cuchetas, tabiques con colchonetas y dos cuartos de interrogatorios o torturas. Cuando no estaba en funcionamiento, es decir, cuando, como ellos decían, “no estaban trabajando”, los cuartos se usaban para que los detenidos sometidos como mano de obra esclava hicieran trabajos de archivo con los diarios. Lila era una de ellos. El 10 de agosto, contó, hubo un gran traslado que por diversas razones no va a olvidar. Llegaron otros grupos con detenidos de la Aeronáutica, en un escenario “terrible con situación de constantes picanas”, picanas móviles y el guardia que trajo a Pablo se paró delante de Lila, frente al cuartito, y le dijo algo así como: “Mirá a lo que hemos llegado”. Le levantó la capucha a Pablo. “Era flaco, alto, esmirriado, y estaba con ropa un poco rosa, por eso al principio pensé que era una chica.”
En ese mes y medio Pablo habló mucho. En general lo dejaban hablar, explicó, le pusieron un tabique blanco, y decían que eso era de la gente que iba a ser liberada. No lo torturaron, no lo interrogaron. En verdad nadie habló con él en todo el tiempo que estuvo, señaló. “No tenía interrogador, aunque siempre era mejor tener a alguien, aunque más no sea para hablar. Bah, teníamos dueño.”
En la ESMA, Pablo hablaba con alguno de los guardias. Entre ellos, Lila mencionó a Chispa. “Lo que pedía –dijo– era que lo lleven con su papá, que no era un militante político.”
Durante la estadía, cuando podían hablar, Pablo le contó a Lila de El Vesubio. De su secuestro, del hermano del compañero de su madre, también de apellido Capello, que había sido uno de los militantes del ERP ejecutados de Trelew. Le contó, además, que tenía otros dos hermanos. Que el día del secuestro habían levantado a la madre y su pareja, pero que luego también volvieron por él, que estaba más arriba. Apenas llegaron a El Vesubio, recordó, estaban torturando a su madre, a Capello y a Luis, otro secuestrado con ellos.
Además, le dijo, lo dejaban andar por ahí, aunque no sabía por qué. Le dijo que no se despidió de su mamá, que la madre estaba en la cocina donde se hacía el café a los represores. Sí le contó que “la tortura era constante”, que la comida era muy mala. “No sé si era flaco porque siempre fue flaco o porque estaba mal. Me habló de la enfermería, que era un lugar en el que torturaban, que había más de una casa y me dijo: ‘A la gente la matan’.” En ese momento, Lila le preguntó cómo lo sabía, y él le dijo que era porque había leído en un diario la noticia sobre los muertos en el falso enfrentamiento de Monte Grande. Y le aclaró que eran todos los que estaban con ellos.
“Era un chico muy alegre, tremendamente vivaz”, dijo. “Sabía dónde había estado y dónde estaba, a mí nunca me contó detalles de lo que había vivido ahí adentro, lo que sí me contó es que lo habían torturado delante de su madre para que ella diera los datos de una hipoteca o de una casa que tenían. Yo me puse tan mal que me dijo: ‘Calmate, no me dolió tanto...’.”
Pablo tenía pesadillas, soñaba con la madre. “No había visto yo casos de este tipo –dijo–, uno se acostumbra a muchas cosas, pero ésta era una situación de un chico que además aparecía más chico.”
Un día de finales de septiembre la levantaron para llevarla al baño. Estaba tabicada. A la vuelta vio que se abría una puerta y uno de los “Pedros”, los encargados de la seguridad, alguien que en este caso mencionó como “Pedro Willy”, se lo llevó de la mano con el tabique puesto. Fue la última vez que lo vio. “Era un día de varios traslados, pero no era un día de traslado masivo, como alguna vez creí, porque esos días no me llevaban al baño, se habían llevado a tres o cuatro, y generalmente era para llevarlos a otro centro clandestino o iban a ser liberados, pero nosotros nunca lo sabíamos.”
Lila quiso pensar que lo habían liberado, contó, pero el día antes de declarar ante la Conadep, alguien le dio un volante con la cara de Pablo que decía que no había aparecido nunca.
En la audiencia, mientras los querellantes le preguntaban, Lila, que investigó qué pasó antes y después con la vida de Pablo, señaló otros detalles de la estadía de él en El Vesubio. Entre otros casos, que a la noche lo llamaba el jefe para jugar al ajedrez. “Que los guardias eran muy bravos, después supe que había visto cuando violaban a su madre y, por comentarios del GT3, supe que había un lugar terrible que le decían La Ponderosa, por las cosas que pasaban ahí adentro, y mucho tiempo después supe que La Ponderosa era El Vesubio.”
Otro sobreviviente del centro clandestino ubicado cerca del cruce entre Camino de Cintura y la Ricchieri ubicó a Pablo más tarde en la comisaría de Valentín Alsina, en Lanús. El ex secuestrado era Juan Farías, a quien terminaron legalizando más tarde en la cárcel de La Plata. El ingreso de Pablo en Valentín Alsina coincidió con la legalización de otro detenido que estaba ahí. La comisaría aparentemente era eso, uno de los lugares que se usaban para blanquear detenidos. Juan Farías tiempo después le contó a Lila que a Pablo lo llevaron ahí, que estaba muy bien, muy entero, convencido de que iba a salir en libertad y que cuando él se fue todavía estaba adentro.
Entre las personas a las que Lila dice que todavía hay que buscar está el cabo Pino, de la comisaría de Alsina. Era una de las personas que más los maltrataban, contó; en ocasiones los hacía comer con las manos atadas en la espalda mientras él les ponía la comida en la boca.
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