El estado terrorista desplegaba sus tentáculos de miedo, sus larvas de silencio; de sospecha o prohibición. En algún lugar alguien gritaba su nombre en la calle antes de ser secuestrado. Alguien iba al cine y luego a cenar y luego a dormir y luego a tener sexo ocasional o no; alguien era buscado en silencio por una patota militar disfrazada de civil. Alguien tomaba una pastilla de cianuro para no traicionar. Alguien como un obrero, un maestro, un estudiante, un médico, un artista, gritaba su nombre antes de ser arrojado al baúl de un coche. Alguien, como un escritor, decidía disparar para morir antes de ser secuestrado y llevado a las mazmorras de una escuela de marinos. Alguien nacía en la cama sucia de una improvisada sala de partos en un calabozo clandestino con una identidad que tardaría muchos años en revelarse. Y alguien- otras u otros- sabía que no volvería nunca a ver a los que amaba antes de ser arrojado desde un avión al Río de la Plata. El río más ancho del mundo según las letanías escolares. El río marrón como la sangre seca. El río de los secretos profundos que a veces serían revelados con cuerpos aparecidos como un eructo de su marea en las costas de playas tranquilas para veraneos familiares.
Y entonces, ese invierno de 1977, la vida cotidiana era insoportable en su apariencia de normalidad como podía ser normal, por ejemplo, que una formación del subte llegara a cada estación a la hora señalada con miles de porteños que repetían el rito de viajar hacia sus trabajos, o sus casas o el cine o a una cita, por ejemplo, de amor. O de despedida. Ese invierno, como había ocurrido por años, mi padre trabajaba en la estación Pueyrredón del subte B, la línea que cruzaba las entrañas de la avenida Corrientes, desde Chacarita a Leandro N. Alem. Su horario, cuando no realizaba horas extras, era desde el mediodía a las 18 horas. A principios de junio de 1977, un grupo de tareas policial habían secuestrado a uno de mis primos, que fue llevado al Centro de Aprovisionamiento de la Policía Federal devenido, en la planificación carnicera de entonces, en un campo clandestino de detención bautizado con el humor de los delincuentes como “Club Atlético” por sus iniciales o, simplemente, “El Atlético”. La demolición del futuro, para borrar rastros, lo dejó debajo de la futura autopista sur porteña. Por supuesto, muchos años después de su cárcel y liberación en 1982, con mi primo pudimos reconstruir esa historia. Pero en aquellos días del invierno, era claro que yo era la siguiente de la familia en la cartografía de los secuestradores no por parentesco sino porque ambos compartíamos el mismo grupo político.
Hacía mucho tiempo que mis padres me suplicaban que huyera al exilio. Aún recuerdo aquella tarde de junio del 77, la luz mortecina de un cuarto en los fondos de la casa familiar en el Oeste del conurbano- de la que me había ido hacía ya muchos años-, como si hubiera que ocultarse de las sombras largas del terror y en cuyo piso habíamos escondido toda la literatura que los militares consideraban subversiva. Recuerdo a mi madre y a mi padre arrodillados suplicándome que huyera del país. Nos negábamos a partir porque sentíamos que abandonábamos un barco con mujeres y niños cuando ya había tantos compañeros presos, desaparecidos y asesinados. Para tranquilizarlos, les prometí que pronto tomaría una decisión que, no les dije, no era sólo mía. Con mi padre hicimos un acuerdo: la cita para vernos se la enviaría por nuestro emisario secreto, el gran don Pargas, que era su amigo, me conocía desde adolescente y, sobre todo, era un peronista genético. Tenía un negocio de reparación y venta de relojes en el subte de la estación Uruguay. Pero, además, le pedí a mi padre que la cita fuera en medio de la multitud para estar protegidos porque lo más probable es que él estuviera bajo vigilancia. Nunca voy a comprender cabalmente (o tal vez lo comprendí mucho después cuando fui madre) su alegría y ausencia de temor.
Todo ocurrió más rápido de lo previsto. A principios de julio, me acerqué a lo de don Pargas luego de dar muchas vueltas y cerciorarme de que nadie merodeaba el local. Mientras me mostraba unos relojes como si fuera a comprarlos, con la voz quebrada, don Pargas también suplicó: “Vuelvan sanos y salvos. Prometémelo por el amor de dios y todos los santos. Estos, alguna vez se van a ir”. Le juré que pasara el tiempo que pasara volvería para contarle mis aventuras. “No jures en vano” agregó, y una risa nerviosa nos devolvió a la certeza de que nada podía ser prometido entonces. Don Pargas me regaló un reloj que me acompañó largos años. Y me dio la plata que mi padre le había dejado para mi salida del país. “Dígale que lo veo el lunes 4 de julio a las seis de la tarde, cuando sale del box y va hacia la escalera. Que no me hable ni se acerque”. No pude abrazar a don Pargas entonces- y no sabía que tampoco podría hacerlo después- por su descarado desafío al miedo que calaba en la vida cotidiana, corrompiendo cualquier lealtad.
El lunes 4 de julio a las 17.55 bajé hasta la base de la escalera del subte B en la estación de Pueyrredón y Corrientes cuando vi que mi padre, vestido aún con su overol gris de trabajo, enfilaba para subir en medio de la multitud de obreros y oficinistas que venían del microcentro para ir hacia la estación de Once a colgarse de los trenes atestados para partir en masa hacia el oeste del conurbano donde seguramente vivían. Me puse a la par de él, para subir rodeados de un río humano. Sin mirarnos, sin tocarnos, alcancé a decirle: “Ya me voy del país. Cuando llegue a destino, te escribo”. A mitad de la escalera, la multitud que subía nos obligó casi a tocarnos. Pude sentir la emoción contenida de mi padre: sus ojos llorosos, su dolor y, también, el alivio en una tenue sonrisa que se le dibujó en la cara como el gesto de un loco que ríe solo. Finalmente me iría. Finalmente, él y mi madre podrían estar seguros de que estaría a salvo. Hubiera querido decirle tantas cosas: que mi salida era el 7 de julio; que era un regalo para su cumpleaños, ese día de San Fermín que era, también, su segundo nombre. Ya en el último escalón, antes de acelerar para confundirme entre la multitud que emergía caótica logré murmurar “los quiero viejo” con la certeza de que tal vez ya era tarde para que lo escuchara.
Habían pasado apenas unos segundos del encuentro más furtivo de mi vida. Quizás sólo un minuto eterno y breve en la entonces alocada distopía de la Argentina.
Solo un minuto.
Pero deberían pasar siete años hasta que pudiéramos abrazarnos otra vez.
María Seoane
26 de febrero de 2023 - 03:13
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