“No podés romper con el Fondo”. Esto viene sosteniendo hace meses Axel Kicillof, ex ministro de Economía durante 2013 y 2015, y actual diputado nacional. Son declaraciones que le bajan la espuma a la idea de que un frente “antineoliberal” vaya a marcar un giro abrupto de la política que lleva adelante Macri siguiendo los diseños del FMI. En la misma tónica, se juntó hace un mes a compartir mate y bizcochitos con Roberto Cardarelli, el enviado del FMI para seguir la situación argentina.
No romper con el FMI no significa simplemente seguir teniendo un representante en el organismo y cumplir con la cuota, como hacen todos los países asociados. Significa continuar con el programa de asistencia financiera que negoció Macri en 2018 y que dura hasta 2021.
Gracias al “endeudamiento serial” con el que el Cambiemos consiguió dólares para seguir solventando la fuga de capitales y las salidas crónicas de dólares que gangrenan la economía (que vienen de larga data y también funcionaron a pleno durante los gobiernos kirchneristas), el FMI es hoy el único prestamista disponible. Para diciembre llevará desembolsados USD 51.000 millones, y solo pagándoselos por adelantado sería posible cerrar el programa sin “romper”. Algo que resulta imposible, por el simple hecho de que un rojo semejante en las cuentas externas fue lo que llevó a Macri a golpear las puertas del FMI en primer lugar. El compromiso con el FMI será parte de la “herencia” que recibirá quien asuma el próximo mandato.
Lo único que queda para imaginar, si no es repudiar el acuerdo y romper lanzas con la institución que lo impulsa, es que será posible sentarse a negociar otros términos. Kicillof afirma que sería posible acordar con el FMI la aplicación de otra política. Una que no tenga como eje la austeridad fiscal. En esto no está solo. La nueva esperanza del peronismo “racional” o “alternativo”, Roberto Lavagna, también planteó que lo primero que le diría al FMI de imponerse en las elecciones sería “basta de ajuste”. Reconoció que “es difícil”, pero aseguró que se puede lograr. El peronismo presenta en este punto un discurso unificado.
¿Forzar al Fondo?
Kicillof sostiene que “hoy una renegociación con el FMI se podría hacer desde una posición de fuerza”. Conjeturó que "el FMI no quiere ser artífice de destruir un país". Los argumentos nos recuerdan a lo que decía Alexis Tsipras, el líder de Syriza, la fuerza política “neorreformista” que formó un gobierno de coalición en Grecia en 2015 junto a la derecha nacionalista de ANEL (Griegos independientes), prometiendo terminar con las políticas de austeridad impulsadas por la llamada “Troika”, en la que participaba el FMI junto con la Comisión Europea (CE) y el Banco Central Europeo (BCE). Tsipras también prometía que podía “negociar con fuerza y empeño el asunto de la deuda”. Pero siguiendo la lógica de “no podés romper con el Fondo” (lo que hoy dice Kicillof allí lo afirmaban Tsipras y su entonces ministro de Economía Yanis Varoufakis, alegando además que tampoco era viable romper con las instituciones de la UE armadas a la medida del gran capital), la negociación era la única variante. El gobierno de Tsipras creyó posible regatear con la Troika. Incluso llevó adelante un referéndum, donde se impuso de manera aplastante el rechazo a los términos del acuerdo que el FMI y el gobierno europeo pretendían imponer. Con ese aval, Tsipras fue e hizo todo lo contrario: aceptó los términos del ajuste. Terminó siendo el ejecutor de los recortes destinados a cumplir con los acreedores, que continuaron ahondando la hecatombe social.
Siendo que lo único que separa a la Argentina del default hoy, y seguirá siendo así en 2020, son los aportes del Fondo (aunque casi todo el préstamo lo jugó Lagarde apostando a la reelección de Macri), la “posición de fuerza” en esta hipotética renegociación no va estar del lado argentino, sino del de Lagarde y su tropa.
Portugal ¿sí se puede?
Como la experiencia de Grecia no es muy alentadora, Kicillof y Lavagna, cada uno por su lado, encontraron otra que parece sostener su planteo: Portugal.
En 2010 este país entró como Grecia, España y otros de la UE en crisis de deuda, la que remitía a desequilibrios estructurales de la Zona Euro y a las medidas tomadas para salvar a los bancos y empresas después de los impactos que tuvo el crash mundial de 2008. La deuda pública de Portugal pasó de 68,4 % del PBI en 2007 a 111,4 % en 2011. Seguiría creciendo hasta 130 %. En 2010 tenía un déficit fiscal (incluyendo pagos de servicios de deuda) de 11,2 % del PBI.
El país entró en 2011 en un programa de asistencia financiera con la Troika, acordado a cambio de más ajuste. Fueron 4 años de austeridad y recesión hasta que en noviembre de 2015 el Partido Socialista formó un gobierno de coalición encabezado por Antonio Costa, quien asumió prometiendo “acabar con la austeridad para reactivar la economía”. Negoció con la Comisión Europea y el Banco Central Europeo hacer políticas de impulso al gasto y con esto, Portugal habría salido de la recesión. Esta es la historia que cuentan los progres del mundo, y que acá desempolvaron Kicillof y Lavagna para decir que es posible no ser Tsipras. ¿Es cierta?
¿Ejemplo “antiausteridad” o mejor alumno de la Troika?
Lo primero que hay que decir es que Portugal no tenía ningún acuerdo que renegociar a cambio de asistencia financiera. En mayo de 2014 éste se había cumplido, cuando el país recibió la última aprobación de sus metas.
Si Portugal es “ejemplo”, no es de que se puedan relajar las metas de ajuste renegociando el acuerdo Stand By, sino de que algo así solo vendrá, en el mejor de los casos, después de concluida la vigencia del programa de ajuste. Mientras tanto, el FMI exigirá seguir bebiendo hasta el final el trago amargo de los recortes de gasto y las “reformas estructurales”.
O sea que el gobierno de Costas estuvo precedido por 5 años de políticas de ajuste. Las inició el gobierno socialista de José Sócrates Carvalho Pinto de Sousa y las continuó desde junio de 2011 Pedro Passos Coelho, del partido Social Demócrata (centro derecha), que gobernó en coalición con el Centro Democrático Social-Partido Popular (CDS-PP). Reducción del gasto social, disminución de los sueldos de empleados públicos de hasta 12,5 % y extensión de su jornada de 35 a 40 horas semanales, privatizaciones en gran escala, aumento del IVA de 10 % a 23 % y extensión de su alcance, elevación de impuestos que gravaban las rentas de las personas físicas, fueron algunas de las medidas fiscales. Todos los trabajadores que ganaban por encima del mínimo tuvieron un recorte de la paga adicional de Navidad de 50 %. Menos salario de bolsillo para mejorar al fisco. En 2013 aumentaría la edad jubilatoria y aplicaría nuevos impuestos a los pensionados.
En el marco de las políticas de austeridad el gobierno también puso en marcha una agresiva reforma laboral. Esta redujo las indemnizaciones por despido (de 22 a 14 semanas) y facilitó los mecanismos para que las empresas echen trabajadores; redujo los pagos por horas extra, y recortó el tiempo de subsidio de desempleo a 2 años y 2 meses (contra 3 años y 1 mes antes de la reforma). También se redujeron días de vacaciones y feriados, y se implementó un esquema similar al banco de horas: una bolsa de 150 horas extra a disposición de la empresa, que decide en qué días se las utiliza. La reforma recortó el peso de la negociación colectiva: de 1.800.000 trabajadores alcanzados por la misma, se redujeron a 200.000. También se endurecieron los requisitos para cobrar la prestación por desempleo. Además, la reforma congeló el salario mínimo.
Las medidas de ajuste profundizaron la caída del PBI, que en 2013 fue 7 % menor que en 2010, mientras la tasa de desempleo llegó a rozar el 18 %.
Otra postal del antes y después de la crisis está dada por el número de trabajadores portugueses que gana el salario mínimo nacional. En 2005 era del 5 % de los asalariados y en 2014 llegaba al 12,9 %. Esto nos habla de una “sustitución” de puestos de trabajo mejor pagos por otros de peor calidad. Y de un abaratamiento de los “costos laborales” para las empresas.
Con todo este arsenal de medidas cumplidas, la Troika dio su visto bueno final en mayo de 2014. En 2013 el ajuste había permitido alcanzar el déficit primario cero (con un déficit financiero de 4,8 % del PBI), en 2014 hubo déficit, pero en 2015 se logró un superávit primario de 0,2 % del PBI. Aunque la deuda seguía aumentando su peso (en 2014 alcanzó un máximo de 130 %), el ajuste fiscal y la reducción del déficit primario hicieron que Portugal no requiriera extender la asistencia financiera. El gobierno había ajustado lo suficiente como para poder soportar los pagos. Había completado además todas las reformas que se le exigieron. Por si esto fuera poco, Passos Coelho siguió avanzando con nuevas privatizaciones y recortes aun después de cumplidos los compromisos con la Troika.
Portugal fue así una especie de “mejor alumno” del ajuste, que logró “graduarse” del programa de asistencia. Recién después llegó el gobierno “progresista”. Fue cuando en octubre de 2015 Passos Coelho ganó las elecciones, pero no pudo formar gobierno. En el análisis de Luís Lopes y Margarida Antunes “este resultado mostró que una clara mayoría del electorado portugués rechazaba a la coalición de gobierno que había sido responsable por las políticas de austeridad llevadas a cabo durante aquel período” [1]. Las agresivas políticas de ajuste durante el gobierno de Passos Coelho desataron como respuesta numerosas huelgas, protestas, y varias mociones de censura impulsadas en el parlamento que no que no prosperaron, pero causaron desgaste del gobierno. Lo mismo que ocurría en el mismo momento en otros países de la UE en los que los partidos de gobierno sufrían el rechazo político por ser impulsores de las políticas de ajuste (Grecia, Estado Español, Italia, etc.). La imposibilidad de Passos Coelho de formar gobierno abrió la puerta a que se impusiera una coalición del Partido Socialista, el Bloque de Izquierdas y el Partido Comunista, que dio lugar a la formación del nuevo gobierno encabezado por Antonio Costa.
“Antiausteridad” de patas cortas
La idea de que Costa puso fin a la austeridad e inició un sendero de políticas de demanda ofrece una idea bastante distorsionada de lo que ocurrió desde noviembre de 2015. Las rupturas con la herencia de 5 años de recortes y reformas fueron sumamente limitadas: restableció la semana laboral de 35 horas para los empleados públicos y revirtió los recortes salariales; eliminó los impuestos a los ingresos aplicados en 2011 (pero mantuvo el IVA a 23 %); aumentó el salario mínimo (que hoy siguen cobrando una proporción mucho mayor de los asalariados que antes de la crisis), algo que en 2014 ya había hecho Passos Coelho para intentar contener el descontento; y elevó las pensiones, congeladas desde 2010. Además, Costa restableció para otros beneficios sociales el nivel que tenían en 2011, revirtiendo acá también los recortes. También declaró la intención de impulsar contratos de trabajo permanentes, pero dejando en pie la reforma laboral de la Troika (lo que le valió a Costa algunos reclamos de sus aliados en la coalición). También frenó privatizaciones en el transporte y recuperó el control de la línea aérea estatal.
Es decir que lo que tenemos desde finales de 2015 es entonces un restablecimiento, en algunos aspectos, de la situación previa a las políticas de austeridad. Después de sanear la economía con duros ataques contra los trabajadores y sectores populares, logrado el objetivo les devuelven parte de lo saqueado, módicamente y en cómodas cuotas. Pero sólo parte, y cuidando celosamente varias “herencias” de los 5 años previos: como observan Lopes y Antunes: “se puede detectar un ejercicio permanente para reconciliar estas políticas con las reglas presupuestarias europeas” [2]. Esto también rige como señalamos para las relaciones de trabajo, ya que siguió vigente la reforma laboral; el resultado es que, si bien con la recuperación aumentó el empleo, es con más trabajo “basura” (flexible y mal pago).
Pero el manejo fiscal “responsable” como norte, que marca una primacía de los acreedores en el ordenamiento de la política pública, sigue reinando en Portugal. La decisión de pagarle de manera anticipada al FMI (con el que Portugal mantenía deudas, pero sin condicionalidades) es comparada con las tomadas por Lula da Silva y Néstor Kirchner en Brasil y Argentina respectivamente, en 2006. Éstas fueron una generosa entrega de dólares acumulados gracias al superávit del comercio que permitieron al Fondo reducir su exposición en América Latina. Acá fue presentado como un gesto de “soberanía” mientras que en el caso de Portugal el eje de la decisión estaba en la búsqueda de ”mejorar el perfil temporal y sobre todo disminuir la tasa de interés” [3].
Costa tampoco se privó de destinar EUR 4.000 millones en inyecciones de fondos a los bancos, continuando con el tipo de políticas que habían ocasionado la crisis.
Aceptando estas restricciones, para hacer políticas de demanda el gobierno de Costa bajó la inversión pública en infraestructura. Considerando que los gastos públicos de capital ya venían en baja por los ajustes previos, llegaron a los niveles más bajos registrados desde 1995 [4]. Como observa una nota publicada en el Cronista, esto lo sufre la infraestructura “particularmente en los socialmente visibles sectores del transporte y de la salud. Hay cosas que lucen destartaladas y que ahora deben ser mantenidas o reparadas con urgencia. Vías ferroviarias, caminos, puertos, puentes, etc.”. Esta degradación la pagan los trabajadores y los sectores populares.
Los objetivos fijados hasta 2022 continúan la misma estrategia; el plan es alcanzar en 2021 un superávit primario de 4,5 % del PBI.
No sorprende entonces que el aporte al crecimiento de estas políticas de demanda haya sido sumamente limitado. En 2016 la economía creció 1,9 %, mientras que en 2015, año en el que hasta noviembre duró el gobierno de Passos Coelho con sus medidas de austeridad, el crecimiento había sido de 1,8 %, casi igual. En 2017 el PBI creció un poco más (2,8 %) y en 2018 perdió fuerza (2,1 %). Las políticas de ingreso apenas le pudieron haber dado un módico aporte a la recuperación. Recuperación que fue más bien un simple rebote después de años de hundimiento, ayudado por el feroz ataque a las condiciones de vida de los trabajadores que mejoró la “competitividad” para los empresarios, y por un fortuito auge del país como atracción turística que generó para el país un boom equivalente al de los commodities que tuvo la Argentina desde 2003 hasta 2013 [5].
Más cerca de Tsipras (o de Duhalde) que de Costa
Portugal no rompió con las políticas del FMI (y de la Troika), sino que las concluyó. Grecia, que tenía un déficit superior, también, pero le llevó mucho más tiempo y tuvo efectos más devastadores sobre su economía.
Kicillof y Lavagna alientan la idea de que, si una variante del peronismo se impone en octubre, podrían desde diciembre ser Costa, con Macri jugando el rol de Passos Coelho, completando el trabajo sucio del ajuste. Esto sería alguna especie de reedición, senil porque sería con muchas más restricciones, de lo ocurrido en 2003. Kirchner asumió y sacó provecho de que el ajuste ya estaba completado, y además gozó del “viento de cola”.
Pero una pequeña diferencia es que acá hay vigente un programa con el FMI con compromisos estrechos hasta 2021. Y la Argentina, para los parámetros del FMI, está lejos de haber alcanzado los objetivos que podrían hacer que el organismo internacional de un “aprobado”. Como manifestó el economista ultraliberal Migel Ángel Broda en una reunión íntima “el FMI nos monitorea como si fuéramos el Gordo Valor. Y eso a mí me gusta”.
Efectivamente, a quien asuma en diciembre, Lagarde y su equipo le exigirán pasar del buscado “déficit cero” de este año, que cada vez menos analistas estiman que se alcance, a un superávit de 0,5 % del PBI el año próximo, y de 1 % en 2021. Y esto si no hay nuevos cimbronazos que dificulten aún más el panorama de la deuda y lleven a exigir más recortes.
Aunque pocos lo dicen en voz alta, los objetivos fiscales del año próximo son incumplibles si el gobierno no ataca el gasto “indexado”, que no son otra cosa que las jubilaciones y asignaciones. Es decir, ir por más sobre la base de lo iniciado en diciembre de 2017, cuando el gobierno hizo votar los cambios a la ley de movilidad. Podemos predecir que para estimular la “competitividad” de la economía el FMI exija reformas laborales, algo que Cambiemos busca hacer desde que asumió, y menos impuestos (lo cual significará más recorte del gasto para cumplir las metas).
Y para hacer pasar estas reformas, venciendo la resistencia de la clase trabajadora (más allá de la disposición de la mayor parte de la burocracia sindical a mantener la pasividad ante los ataques), es precondición una profundización de la crisis. Como vivimos en el país entre 1998 y 2002, que abrió paso para la salida duhaldista con el abandono de la Convertibilidad “1 a 1” entre el peso y dólar, un ajuste del tipo de cambio de 300 % y un saqueo a los salarios (que perdieron 30 % de poder de compra en un solo año), que fue lo que sentó las bases de la recuperación posterior junto con el “viento de cola” de los altos precios de la soja y otros granoso de exportación. O con el caos hiperinflacionario de 1989 y 1990 que abrió el camino para las políticas de privatización, despidos en el Estado y apertura económica de Menem.
En los “tiempos” de Portugal, hoy la Argentina está todavía más cerca de 2011 que de 2015. El plan de guerra que viene ejecutando Macri es apenas la primera etapa. A quien gane en 2019 le tocará ser Tsipras o Passos Coelho. O Duhalde. Y sin que sea plausible siquiera un nuevo boom de los precios de los granos como el que hubo desde 2003 hasta 2013, perspectiva hoy clausurada por las “guerras comerciales” impulsadas por Donald Trump y el menor crecimiento económico que viene mostrando China.
¿No podés romper con el Fondo?
Si uno se propone llegar a la presidencia del Estado y gestionar el país capitalista dependiente, es decir lo mismo que hizo el kirchnerismo desde 2003 hasta 2015, no queda otra que mantenerse en los marcos del FMI. El empresariado argentino, sobre todo el más concentrado e internacionalizado, requiere que el país sea parte del organismo. Su posibilidad de comerciar con el exterior, girar y recibir fondos del exterior, cotizar en otras plazas bursátiles, etc. dependen de mantenerse dentro del sistema de pagos internacional en cuya organización el FMI es central, aunque venga perdiendo protagonismo. Como afirma la investigadora Noemí Brenta, no hay casos de Estados capitalistas que hayan incumplido un crédito con el FMI.
Pero que le interese a la gran burguesía no significa que sea inevitable estar en el FMI. Incluso críticos del orden neoliberal que promueve el FMI pero que no tienen una postura anticapitalista, como es el caso de Eric Toussaint y Damien Millet, plantean que se trata de una institución que “debería ser eliminada y reemplazada por una nueva institución verdaderamente democrática que velara por la estabilidad monetaria, respetando los derechos humanos fundamentales”. El déficit de este planteo es no considerar que solo superando las relaciones de explotación en las que se basa el capitalismo se puede hablar de traer “democracia” a las relaciones económicas y monetarias entre los países. Sin embargo, más allá de las insuficiencias, expone de manera contundente que no solo se puede “romper” con el Fondo, al contrario de lo que afirma Kicillof, sino que es necesario señalar su rol imperialista y rechazar sus intervenciones en todos los países en favor de las finanzas internacionales y las multinacionales.
Para los trabajadores y sectores populares de un país dependiente con rasgos semicoloniales como la Argentina, romper es una cuestión de supervivencia elemental. Es parte indispensable de un conjunto de medidas para que esta vez la crisis no la paguemos los trabajadores.
Esteban Mercatante
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