Hay un consenso muy extendido a la hora de caracterizar al régimen cívico-militar de 1976-1983 como una dictadura genocida. Pero conviene ahondar más en esta cuestión y averiguar si el genocidio no puede también ser practicado por regímenes políticos presumiblemente democráticos.
Lo anterior exige precisar qué es lo que queremos decir cuando hablamos de “genocidio”. El 9 de Diciembre de 1948 las Naciones Unidas aprobaron la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio el cual fue definido como un acto “perpetrado con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal: (a) Matanza de los integrantes del grupo; (b) Lesión grave a la integridad física o mental de los integrantes del grupo; (c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; (d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; (e) Traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo.”
En consecuencia es posible ampliar esta definición, surgida bajo la influencia del Holocausto nazi, y tipificar como genocida a cualquier política que tenga por objetivo el sistemático y premeditado sometimiento de un grupo social a lesiones, privaciones y penurias físicas y/o mentales conducentes al radical debilitamiento o la lisa y llana desaparición del grupo sometido a esa agresión.
La dictadura produjo un genocidio social y político sin precedentes, en un marco de sistemática violación a los derechos humanos. El régimen semidemocrático de Mauricio Macri, que puede más apropiadamente ser caracterizado como una “democradura”, ha retomado esa nefasta práctica. Sólo que ahora el genocidio se encubre bajo un ropaje tecnocrático y que en vez de los tenebrosos “grupos de tareas” paramilitares utiliza como su grupo de choque a un equipo de economistas que, con sus políticas, atentan seriamente contra la sobrevivencia de varios grupos de la sociedad argentina. Por ejemplo, los adultos mayores, víctimas indefensas de la destrucción del PAMI (el Instituto Nacional de Servicios Sociales para Jubilados y Pensionados) cuyas prestaciones –asistencia médica, hospitales públicos, hogares geriátricos, medicamentos- se redujeron radicalmente condenando a la indefensión y en algunos casos a la muerte a grandes sectores de una población como la Argentina que ha venido envejeciendo en las últimas décadas. Lento y doloroso genocidio también practicado en contra de los niños de las clases y capas populares, antaño protegidos por un amplio programa de vacunas gratuitas ahora reducido a su mínima expresión. Niños a los cuales, también, se les priva de una educación de calidad cuando se remunera a sus maestros con sueldos que están por debajo de la línea de la pobreza y se permanece indiferente ante el deterioro de los establecimientos escolares. El resultado: una población que en un futuro próximo será inempleable o, en el mejor de los casos, que deberá vender su fuerza de trabajo por centavos ante su falta de calificación y vivir sumida en la miseria.
En suma, niños y viejos objeto de un ataque inclemente y letal, especial pero no únicamente, en el caso de los segundos y que pretende pasar por una simple cuestión “técnica” -bendecida por los malandrines del FMI- y no como lo que es: una decisión consciente encaminada a concretar una vieja aspiración de la derecha argentina consistente en eliminar una población sobrante calculada ya en la época de la dictadura en diez millones de personas, cifra que hoy debe ser por lo menos el doble. Por eso, en estricta justicia y con gran dolor, podemos afirmar que desgraciadamente el genocidio sigue su curso en la Argentina de la mano de la “democradura” macrista y su brutal aplicación de las políticas neoliberales, mortíferas en todo tiempo y lugar. Esperemos dejar atrás esta pesadilla lo antes posible y dar comienzo a una refundación de la hoy agonizante democracia argentina.
Atilio A. Boron
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