domingo, 17 de marzo de 2019
José Luis Romero, una tradición historiográfica en debate
Encabezó la renovación historiográfica de los años ´50 disputando la validez del historiador como actor de la realidad política, anclado en las filas del gorilismo liberal del Partido Socialista. Fue interventor de la Libertadora designado Rector de la Universidad de Buenos Aires. Bajo la luz de una trayectoria académica prestigiosa, ¿quién fue José Luis Romero?
No existe un camino único para aproximarse al conocimiento de la historiografía del país, es decir, al análisis y las formas de entender la historia nacional. Se podría comenzar por los abordajes y problemas a los que los historiadores se apegaron a lo largo del tiempo u optar por la relación que establecieron con el mundo académico. En esta nota elegimos hacerlo recorriendo el itinerario de uno de sus autores emblemáticos, José Luis Romero, del que el pasado 28 de febrero se cumplieron 42 años de su fallecimiento.
José Luis Romero nació en Buenos Aires en 1909 y murió en 1977, en la ciudad de Tokio. Declarado antiperonista, fue funcionario de la Revolución Libertadora ejerciendo el papel de Rector interventor de la Universidad de Buenos Aires en 1955 [1]. Con el golpe, el Ministerio de Educación quedó en manos de los grupos católicos que habían jugado un rol clave en el derrocamiento de Perón, representados por el clerical orgánico Atilio Dell’Oro Maini (fundador de la católica y derechista revista Criterio en la década de 1920) y, en una especie de división de tareas, Romero se hizo cargo de la intervención de la UBA como funcionario de la dictadura, respaldado por sectores del movimiento estudiantil y la Federación Universitaria de Buenos Aires (dirigida por los llamados “reformistas”: radicales, socialistas, antiperonistas) que ocupó aquel año las facultades.
Su primer desempeño como docente universitario fue el curso de Historiografía de la Historia que dictó en la Universidad Nacional de la Plata hasta 1946 y en 1949, durante el primer gobierno peronista, dio clases en la Universidad de la República, en Montevideo, en la materia Introducción a los estudios históricos, Filosofía de la Historia e Historia de la Cultura. En 1953 se publicó, bajo su dirección, la revista Imago Mundi, revista de historia de la cultura [2], que generó un espacio de producción cultural alternativo, aglutinando a un sector de intelectuales disidentes del peronismo. Casi una década después, entre 1962 y 1966, Romero asumió como decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, año en que fundó ya consolidado institucionalmente, la famosa cátedra de Historia Social General [3].
Es una de las referencias historiográficas cuyo itinerario intelectual es frecuentemente recordado por sus obras en el dominio de la historia medieval, con trabajos como La revolución burguesa en el mundo feudal de 1967 o Crisis y orden en el mundo feudo burgués del mismo año, campo temático que nunca abandonó, enfocando su abordaje en el mundo feudal de Occidente y sus crisis, la aparición de las ciudades y su protagonista, la burguesía. Incursionó en otros temas no menos frecuentes como el consagrado Las ideas políticas en la Argentina (1946), Breve historia de la Argentina (1965), El desarrollo de las ideas políticas de la sociedad argentina en el siglo XX (1965) y su última obra mayor, Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1976).
Crítica a la Nueva Escuela Histórica
José Luis Romero comenzó a involucrarse en el ámbito académico en el interregno de las dos guerras mundiales y los convulsionados años 40. Convulsionados no solo por la inestabilidad económica mundial y el surgimiento de nacionalismos de derecha y conservadores sino porque en el terreno propio de la historia se vislumbraba el agotamiento del modelo de erudición del siglo XIX, inaugurado por el alemán Leopold von Ranke, con pretensión de objetividad científica que poco tenía de neutralidad, en la medida que contribuyó a la formación de una historia política –del tipo de las “historias nacionales”– acorde a las ideologías de Estado de los grupos dominantes. Pero fue la irrupción de nuevos fenómenos sociales de masas los que plantearon nuevas incertidumbres y problemas a la historia y una renovación de sus métodos. En nuestro país, aquella versión autóctona de la escuela alemana estuvo representada por la Nueva Escuela Histórica (NEH) que pregonaba de su validez científica en la crítica documental y fue promotora de la idea de erudición sostenida por Bartolomé Mitre. El golpe de 1930 no supuso su desaparición sino que acomodó sus fuerzas internas, favoreciendo a sus sectores más conservadores.
José Luis Romero rescataba la validez científica de la disciplina histórica que postulaba la NEH críticamente, cuestión que esbozó en una de sus primeras obras, un ensayo publicado en la revista Nosotros dedicada a Paul Groussac (1929), en el que debatía la forma en que se interrogaba el pasado [4]. Para Romero “la Historia no se ocupa del pasado. Le pregunta al pasado cosas que le interesan al Hombre vivo” [5], enfoque precursor de una nueva tradición que se conocerá como Renovación historiográfica en los años cincuenta.
Dedicó especial atención a la transformaciones culturales, de tiempos largos, que son las que dan forma, según el autor, a la vida histórica, concepto que definía “como el esclarecimiento de sobre qué debe ocuparse el historiador y dónde se inserta cada uno de los aspectos de la investigación concreta [...] es lo que se ha dado en llamar proceso histórico” [6]. Especialmente le interesaron los procesos culturales que dan marco a una época más allá de sus acontecimientos observables, individuales y fácticos. Su historia es sobre todo una historia expresada en continuidades y transformaciones del mundo sociocultural, cuyos cambios disponen de sentido a la historia y explican el presente. Con este criterio demarcó los períodos de la historia argentina abreviados en una serie de etapas –la era colonial, la era criolla, la era aluvial [7]–, sugiriendo un trayecto en el avance de la Historia acuciada por el devenir originario de una matriz liberal (legado de la Ilustración borbónica) y otra autoritaria (heredada de la España de los Austria): “este duelo entre dos principios y este otro entre la realidad y la estructura institucional se perpetúa y constituye el nudo del drama político argentino” [8]. Como señala Carlos Altamirano, lo que Romero buscaba “era una ampliación antes que una alternativa a la imaginación histórica del liberalismo argentino” [9], que había fundado el mitrismo. Su admiración por Mitre [10] no se limitaba a su interpretación histórica sino a la capacidad que había demostrado para combinar su labor historiográfica y la del político, capaz de proyectar un modelo de nación desde una perspectiva burguesa.
Un antiperonista recargado
La trayectoria del Partido Socialista (PS) en Argentina estuvo marcada por una particular interpretación del marxismo, en el que las mayorías obreras y populares debían incorporarse al progreso económico capitalista dejando atrás las formas políticas bárbaras –en una confrontación cercana al binomio civilización y barbarie sarmientina– que las caracterizaban desde sus orígenes. En este proceso, el Socialismo tenía un papel esclarecedor que cumplir, contribuyendo a su educación política en el espíritu pacífico, adaptado a las instituciones burguesas parlamentarias.
Luego del golpe de junio de 1943, Romero define su ingreso en 1945 al Partido Socialista en esta confluencia de visiones e intereses políticos, que podrían resumirse a un compartido gorilismo. Por un lado, el PS se sumaba en nombre de la democracia a la campaña de la “Unión Democrática” liderada por el embajador del imperialismo norteamericano Spruille Braden, para hacer frente a la fórmula Juan D. Perón-Quijano que contaba con el apoyo de la mayoría de la clase obrera, con la convicción de que era la corriente socialista la que conservaba viva la tradición liberal compatible con el librecambio y su ideario progresista. En palabras de Romero:
… firme en los puntos fundamentales de su doctrina, el socialismo argentino ha procurado compenetrarse con la tradición liberal que anima las etapas mejores de nuestro desarrollo político; […] sin abandonar ninguna de sus consignas fundamentales en cuanto a los bienes de producción, pero manteniendo, al mismo tiempo, las conquistas que considera decisivas en el plano de la libertad individual [11].
Esta decisión se fundaba, además, en su caracterización del peronismo, al que definía como un movimiento de carácter fascista, que había logrado imponer sus propósitos en “las conciencias de la masa insuficientemente politizada”. Respecto al golpe de junio de 1943 señalaba que “este proceso no era sino el de la génesis de un fascismo [...] Perón comenzó a utilizar los típicos métodos aconsejados por la tradición nazi fascista y la concepción de la política vigente en ciertos grupos militares” [12].
Las posiciones que otorgaban al peronismo el carácter de fascismo fueron ampliamente debatidas en la historiografía sobre el tema. En la lectura de Romero el peronismo representaba un momento crucial en la historia nacional caracterizado por un Estado totalitario y corporativo, a cuyo conductor seguían manipuladas las masas. Su interpretación absolutizaba aspectos del carácter bonapartista del régimen peronista, como las limitaciones al ejercicio de las libertades democráticas o la persecución a los opositores políticos, desconociendo las contradicciones del vínculo que Perón mantuvo con el movimiento de masas y el imperialismo norteamericano, propio de los movimientos nacionalistas burgueses de la época. Perón logró la adhesión de la mayoría de la clase trabajadora al mismo tiempo que impedía su independencia política, otorgándoles conquistas sociales que no ponían en riesgo los cimientos capitalistas del país. Casi una década después, se explica que Romero no ofreciera reparos al golpe de la “Revolución Libertadora” [13], promovido desde los EE. UU., apoyado por la burguesía, los terratenientes y la Iglesia, que sobre la base de la persecución y represión apuntaba al disciplinamiento de la clase obrera y la apertura del país al capital extranjero norteamericano.
Historia y marxismo
Afín al clima humanista de la cultura europea de la época, Romero consideraba que el marxismo sobrevaloraba, cercano a cierto determinismo, el papel de los factores económicos en la explicación de los procesos históricos. Aquellos eran para Romero, en realidad, los sustratos en los que se desarrollaban las constelaciones culturales, las tensiones reales que definen el rumbo de la historia. La interpretación de Romero del cambio histórico y los conflictos de clase según el marxismo resultan declaradas simplificaciones. Veamos.
En la concepción del materialismo histórico el cambio social es el resultado de la relación dialéctica de factores estructurales y la acción humana transformadora. Es decir, aunque el marxismo tiene en cuenta el desarrollo de las fuerzas productivas y los factores económicos no deduce mecánicamente de ellas las posibilidades de cambio social. En primer lugar porque aunque considera la acción humana como la fuerza motriz de la historia, esta no actúa en “el aire” sino según ciertos condicionamientos materiales. Ya lo aclaraba Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, “los hombres hacen su propia historia pero no lo hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen, y les han sido legadas por el pasado” [14].
En segundo lugar, si para el marxismo existe entre las clases antagónicas (por ejemplo terratenientes y siervos, burgueses y proletarios) intereses irreconciliables basados en las formas de explotación que caracterizan una formación social en un momento determinado, su manifestación excede las formas económicas. Marx escribía en la obra citada, “sobre las diversas formas de propiedad y sobre las condiciones sociales de existencia, se levanta toda una superestructura de sentimientos, ilusiones, modos de pensar y concepciones de vida diversos y plasmados de un modo peculiar [...] El individuo suelto, al que se le imbuye la tradición y la educación podrá creer que son los verdaderos móviles y el punto de partida de su conducta” [15], es decir, reconoce en primer lugar el peso decisivo de las manifestaciones culturales y concepciones del mundo de la vida social pero resaltando que son producto de construcciones sociales condicionadas por la pertenencia de clase. La insistencia de Marx de este último aspecto constituía además una reflexión metodológica clave sobre cómo comprender la realidad, partiendo de la vida real de los hombres y no al revés, como lo hacían habitualmente los filósofos idealistas de su época.
Del otro lado de la barricada
Un aspecto que la normalización institucional universitaria en los ‘80 puso en el olvido fue una concepción sobre la Historia que no negaba su vitalidad como conocimiento autónomo, en términos científicos, vinculada a la intervención política. Para el marxismo, como explicaba León Trotsky, no existe contradicción entre una historia militante y la fidelidad de los acontecimientos que se relatan. En el prólogo a su obra La Historia de la Revolución Rusa escribió,
… el lector no está obligado, naturalmente, a compartir las opiniones políticas del autor, que este, por su parte, no tiene tampoco por qué ocultar. Pero sí tiene derecho a exigir de un trabajo histórico que no sea precisamente la apología de una posición política determinada, sino una exposición, internamente razonada, del proceso real y verdadero de la revolución. Un trabajo histórico solo cumple del todo con su misión cuando en sus páginas los acontecimientos se desarrollan con toda su forzosa naturalidad.
Si en José Luis Romero convergen el académico y el intelectual político, su pecado no fue romper con la “sacrosanta neutralidad valorativa” sino hacerlo del lado de la “Revolución fusiladora”. En este cruce de caminos entre Historia y política, las limitaciones del pensamiento burgués, incapaz de ir más allá del carácter histórico de la sociedad de clases, circunscriben la obra de Romero a una perspectiva liberal de la nación burguesa y los objetivos políticos que defiende, salvar al capitalismo argentino de la amenaza radical que pondría en juego la irrupción de las masas.
Nuestro país se encuentra atravesado por una nueva crisis social que nos plantea nuevas tareas a los historiadores. La vitalidad de recuperar este breve itinerario de José Luis Romero está sujeto a repensar, en este marco, el estado de nuestra disciplina y la necesidad de un debate historiográfico signado por otra perspectiva, una historia marxista que desde el otro lado de la barricada desnude los discursos oficiales, que tenga como punto de partida los intereses de la clase obrera y los sectores populares, con el fin de reconstruir el pasado y desenmascarar, entre otras cosas, el supuesto “estado natural de las cosas actuales”. Recuperar las experiencias de la lucha de clases en función de un proyecto transformador, revolucionario para contribuir a que no sea –como hasta ahora– el pueblo laborioso el que pague la fiesta ajena.
Liliana O. Caló
Notas
[1] Se sumaba a la labor de otros intelectuales como el sociólogo Gino Germani, al frente de la reorganización de los programas de investigación universitaria que a tono con la política del gobierno se “desperonizaban”.
[2] Aparecieron 12 números, entre septiembre de 1953 y junio de 1956.
[3] A finales de 1957 Romero se hizo cargo de la cátedra de Historia Social como parte de la reorganizada carrera de Sociología, y lo hará después en la carrera de Historia. Habrá que esperar más de cuatro décadas para que la Facultad habilitara una cátedra paralela a la suya, luego de años de lucha de estudiantes de la carrera de Historia.
[4] En 1933 publica La formación histórica, “que recoge una conferencia pronunciada en la Universidad del Litoral, exhibe toda la distancia que lo separaba de la historiografía erudita y profesional, sea entendida ella en sus más remotas raíces rankeanas, sea en la escuela del método en sus versiones alemana (Bernheim) o francesa (Langlois y Seignobos) y no solamente en la variante argentina encarnada por la Nueva Escuela Histórica” (Fernando Devoto y Nora Pagano, Historia de la historiografía argentina, Bs. As., Editorial Sudamericana, 2009, p. 343).
[5] Félix Luna, Conversaciones con José Luis Romero, Bs. As., Sudamericana-Ediciones Bolsillo, 1986, p. 29.
[6] Ibídem, p. 137.
[7] José Luis Romero, Breve Historia de la Argentina, Bs. As., Editorial Abril, 1987.
[8] José Luis Romero, Las ideas políticas en Argentina, bs. As., Fondo de Cultura Económica, 1992, pp. 10-1.
[9] Carlos Altamirano, “José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial”, Revista Prisma N.° 5, Bs. As., 2001.
[10] En 1943 aparece Mitre, un historiador frente al destino nacional, contextualizada en la crisis que desata el golpe de junio de ese mismo año.
[11] José Luis Romero, Las ideas políticas en Argentina, ob. cit., p. 297.
[12] Ibídem, p. 245.
[13] El Partido Socialista apoyó la “Revolución Libertadora”. Así lo manifestaba en La Vanguardia: “los socialistas argentinos saludan emocionados el gran esfuerzo de liberación de la tiranía que acaba de realizar el pueblo argentino con la ayuda principal y decisiva de la aviación, de la escuadra y del ejército, y confía en que la magna tarea de reordenamiento que espera al gobierno militar, será conducida hasta el fin con la misma decisión, cordura y patriotismo con que ha sido llevada hasta aquí”. Ver Panella, Claudio (2007), “Los socialistas y la Revolución Libertadora. La Vanguardia y los fusilamientos de junio de 1956”, Anuario del Instituto de Historia Argentina (7). Luego del golpe Romero fue elegido presidente del Congreso partidario de 1956 y miembro de su Comité Ejecutivo en 1957.
[14] Karl Marx, “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”, en Revolución. Compilación de Karl Marx y Friedrich Engels, Buenos Aires, Ediciones IPS, p. 197.
[15] Ibídem, p. 220.
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