viernes, 4 de diciembre de 2009

Crisis, acumulación y forma de Estado en la Argentina post-neoliberal (Parte I)


Qué fácil que era todo en los 90. El neoliberalismo le hizo sencilla la vida a las ciencias sociales y al pensamiento crítico, las unificó por lo menos en un punto crucial: la convertibilidad y el plan económico de Cavallo significaron una ruptura radical con el agonizante modelo de sustitución de importaciones que, ya medio muerto, tenía colocado un respirador artificial. Lo que el golpe del 76 había comenzado, lo remató el menemismo. Y aunque siempre podamos encontrar continuidades sabemos, acordamos en que la tonalidad de la década la dio la ruptura. Algo más: se asentó firmemente en una derrota política y no sólo en un impasse económico (aunque aquí el “consenso” ya no sea tan extendido).
Los investigadores tienen ahora que romperse la crisma con insólitas contradicciones y complejidades. Los trazos de una ruptura no son tan claros. Las continuidades tampoco. El resultado, en una gran cantidad de análisis, es una liviana suma y resta de medidas de política económica: una de izquierda otra de derecha. Una de cal otra de arena. Suma cero. Además, los análisis sobre esta “historia reciente” están sobrecargados con el peso político e ideológico del fragor actual. Mientras los simpatizantes de la administración kirchnerista ven un gobierno nacional-popular y un modelo de desarrollo integral con la creación de casi 3 millones de empleos, sus detractores apuntan a la continuidad neoliberal del modelo sojero-petrolero extractivo con distribución regresiva del ingreso. ¿Y si los empleos y el modelo extractivos son ambos dos caras de la misma moneda?
A nada bueno llegaremos haciendo estos ejercicios matemáticos de suma y resta. Necesitamos saber algo más sobre las formas de Estado, sobre las relaciones entre economía y política para sobreponernos a esta aburrida cuenta de medidas gubernamentales. En otros términos, deberíamos comprender antes que nada la lógica interna de una estructura que integra medidas contradictorias.

Acumulación y lucha de clases

Los análisis funcionalistas y de la lógica del capital, fundan la explicación de la crisis política del 2001 en una disfuncionalidad del tipo de acumulación y su forma estatal y, en consecuencia, la entienden como una reestructuración sistémica de las relaciones sociales de producción. La lucha de clases aparece como síntoma. Los actores sociales, como portadores de una nueva racionalidad funcional a la reestructuración. En esta interpretación, las formas del Estado son derivadas del patrón de acumulación y las clases populares son externas a la nueva configuración estatal. Son objetos de dominación. La nueva “hegemonía” que una reestructuración del capital impone, atañe más a la configuración de los bloques de las clases dominantes que a una articulación social global. En definitiva, en esta visión estrecha, el Estado se simplifica como el sólo agente clasista de dominación en vez de ser la expresión de nuevas relaciones de fuerza sociales que atañen a todas las clases y sectores de clases.
La curiosidad del momento es sin embargo la yuxtaposición de un enfoque estructural-funcionalista como el mencionado, con la sensibilidad marxista de la lucha de clases. Así, mientras se pinta la primavera de rebeliones, revueltas, insurrecciones, jornadas revolucionarias y hasta revoluciones para caracterizar la activación popular del 2001, la lógica derivacionista se impone a la hora de caracterizar la reestructuración del Estado y su conexión con la lógica de la acumulación. Las clases subalternas siguen totalmente ajenas, externas al análisis de la reestructuración y así la historia apasionada de los últimos años no es más que la fría y lejana historia de fracciones del capital. Las clases populares que ganaron las calles, la clase trabajadora que adquirió nueva fuerza social, parecen ajenas y externas a las densidades del Estado, su nueva morfología, sus conflictos.
En el fondo existe un rechazo existencial a entender las formas del Estado como expresión dinámica de las relaciones de fuerza sociales y políticas y comprender las tendencias contradictorias que puede adquirir la función de la reproducción social capitalista con las formas a las que se ve impelido el Estado capitalista para lograrlo. Función y forma pueden estar en contradicción, y el grado en que lo hagan, puede decirnos mucho sobre la configuración del Estado y del carácter de la articulación hegemónica.

Revolución pasiva

La tesis continuista no niega ciertos cambios respecto al clima político de los 90, pero la caracterización de sus políticas como neoliberales enfatiza los elementos que no han sido desmontados del régimen anterior. Algunos, al considerar un poco prematuramente que el “neoliberalismo está muerto en todo el mundo”, aceptan que un intervencionismo estatal ahora se hace presente, pero en todo caso se trata de los mismos objetivos y de los mismos intereses de clase. Atilio Borón admite la intervención estatal, por ejemplo, sobre la nacionalización de las AFJP, pero sólo con el objetivo de rescatar al capital financiero de la crisis y ve a la administración kirchnerista como continuidad (Borón, 2009). Maristella Svampa destaca que el “modelo neoliberal y el régimen que acompañó su instalación, siguen gozando de buena salud” por la defensa del modelo extractivo-exportador y la precariedad laboral (Svampa, 2008; 69). Petras, un poco a la violeta, lo define como “liberalismo pragmático” (Petras, 2009; 153). En todos los casos la fisonomía del Estado no parece relacionarse con el proceso social más que tangencialmente. Para quienes sostuvieron que el conflicto del gobierno con la burguesía agraria se trató sólo de una lucha de fracciones capitalistas por el agotamiento de recursos para el pago de la deuda externa y los subsidios a la burguesía, la desconexión entre formas de Estado y lucha de clases es evidente (Castillo, 2008). El Estado así es impermeable a la lucha de clases, que queda alojada fuera de la esfera institucional. La denuncia sobre la “cooptación” de movimientos sociales y de derechos humanos, evitó la incómoda pregunta sobre cómo fue posible cruzar las fronteras (salvo por una “traición”) si las formas de Estado están selladas a la presión social. De esta incongruencia surge la teoría del “doble discurso”, la “mentira” y la “manipulación”, sociológicamente ingenuas. Una perspectiva teórica que oblitera la relación entre Estado y lucha de clases, tiende a buscar en las políticas públicas de cualquier administración el más leve indicio de continuidad para demostrar el carácter continuista-capitalista del mismo. Del otro lado, las iniciativas progresistas no cuentan más que como programa de gobierno y nunca como imposición social. Se pierde así el cuadro completo de la nueva configuración hegemónica.
Fue Antonio Gramsci quién explicó los contornos del integracionismo bajo el nombre de “revolución pasiva” o “revolución-restauración”, anunciando desde su mismo nombre el carácter inherentemente contradictorio del mismo. En otro lugar hemos defendido el uso analógico, metafórico del término (Sanmartino, 2008). Baste con decir que se trata de una bella metáfora que facilita entender un doble juego: en primer lugar la capacidad de realizar cambios y encarar procesos de modernización capitalista desde el poder, desactivando la acción autónoma y disruptiva de las fuerzas emergentes (tesis que el estancacionismo derrumbista jamás logró asimilar); y en segundo lugar que esos cambios son siempre una adecuación y asimilación de la presión que viene desde abajo. Son dos movimientos complementarios que no pueden existir el uno sin el otro. En Gramsci no se trata de una prescripción política, tal como la han interpretado Godio y Robles en atención a la administración kirchnerista (Godio y Robles, 2009) sino de análisis político, aunque no deja de tener consecuencias importantes para la acción política. Entre otras diferencias con el tipo de activación populista, está el hecho de que no se propone la movilización popular sobre la que se apoya, sino la pasivización y reconducción institucional de la misma. Si los gobiernos sucesivos de la pareja presidencial no son la expresión directa del ascenso popular sino su canalización mediante el único partido nacional que quedó en pie luego de la crisis, pudieron hacerlo a condición de absorber los motivos incandescentes que la sociedad dejó pendientes en las calurosas jornadas del 2001. La reforma de la Corte Suprema, el pase a disponibilidad de la cúpula militar, la anulación de las leyes de impunidad, pero también la retórica anti FMI o la reactivación del discurso popular progresista, la amistad con Chávez y una nueva plataforma de política exterior, son sólo algunas de las medidas que expresan las exigencias de una gobernabilidad asentada en formas institucionales e ideológicas diferentes a las que los gobiernos de Menem y De La Rua habían articulado. Estas diferencias no niegan continuidades, pero las colocan en otro contexto.
He aquí nuestra idea central: que la nueva relación de fuerzas nacida de la resistencia popular al neoliberalismo y del descontento y oposición de fracciones internas del capital, alumbró un cambio en el modelo de acumulación, de uno típicamente neoliberal a otro neo-desarrollista, y que un nuevo patrón de acumulación se inscribe en nuevas instituciones, ideologías y relaciones sociales bajo una forma de Estado que aquí llamo, quizá a falta de un nombre más atractivo, de compromiso débil y que mantiene tantos elementos de continuidad con el esquema neoliberal de mercado como de discontinuidad, donde lo importante ya no es la contabilidad de virtudes y defectos, sino su inscripción dentro de la reconfiguración de la forma Estado basada en un nuevo bloque de poder y una nueva articulación hegemónica que presupone la inclusión de manera pasiva de intereses y demandas populares expresadas en el 2001 así como las exigencias de la normalización capitalista. Esta nueva configuración no tiene un destino claro y puede desandar mucho de lo avanzado, pues las fronteras entre las nuevas y las viejas formas de Estado son más frágiles de lo que el discurso oficial está dispuesto a aceptar, si se las compara con las rupturas en el bloque de poder que ahora mismo se están produciendo en países como Venezuela o Bolivia.

Jorge Sanmartino, Sociólogo UBA- IEAL, integrante del colectivo Economistas de Izquierda (EDI).

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