El gobierno no demoró en reaccionar ante el revés. Enseguida después copó una sesión especial convocada por JxC, para hacer aprobar una modificación al impuesto a los bienes personales, que aumenta las alícuotas impositivas a partir de un mínimo muy bajo – alrededor de 30 a 50 mil dólares. El aumento de recursos apunta a financiar en el tiempo el pago de la deuda pública, sea con el FMI o los acreedores privados – el objetivo obsesivo del gobierno popular. No figuran, sin embargo, entre los activos afectados por el impuesto los más importantes de ellos, como son los bonos de la deuda pública, que es donde los ricos meten la plata. Es que están exentos de cualquier gravamen, así como las cajas de ahorro y plazo fijo de los bancos. Los afectados, entonces, podrían zafar toda vía, convirtiendo más activos en su poder en títulos de la deuda pública. Es lo que el Banco Central está discutiendo para las Leliq, las deudas que tiene con el sistema bancario. Para ello canjearía las Leliq por títulos de la deuda pública, evitando de paso la emisión monetaria. Los títulos de la deuda pública están nominados en dólares o indexados al dólar, lo cual representa un seguro de cambio gratuito para el ‘inversor’. La deuda dolarizada refuerza el rechazo del peso como moneda de valor general y constituye una forma disfrazada de devaluación.
Luego de convertir, como improbable yudoca, aquella gran derrota en un pequeño triunfo, el oficialismo fue por más. Alberto Fernández les dijo a los gobernadores que “hay que reconducir” las partidas tras el rechazo (La Nación, 22.12). Es así que obtuvo el acuerdo de ellos, peronistas y macristas, para alcanzar un “consenso fiscal” que compromete al estado nacional a cubrir los gastos que quedaron en la nada luego del rechazo al Presupuesto/22, y que autoriza a las provincias a aumentar Ingresos Brutos. Este impuesto grava el giro de negocios de las empresas y se traslada a los precios de modo significativo. O sea que lo paga el contribuyente. El pacto fiscal con los gobernadores de los dos lados de la grieta, implica también un ‘pacto de gobernabilidad’, que busca superar el impasse que se ha producido en el Congreso. El golpe de mano ha sembrado el desconcierto en el bloque macrista.
Los popes de la gran patronal denuncian que este impuesto los perjudica frente a la competencia de mercancías importadas, y lo han calificado como “regresivo”, junto al IVA, en tanto impuestos al consumo. El mote sorprende, porque el IVA es de completa hechura patronal y fue impuesto por Martínez de Hoz, Cavallo y el FMI. El IVA cubre el 40% de la recaudación fiscal, en tanto que ganancias a las empresas no supera el 3% del PBI – unos 12 mil millones de dólares. El FMI desaprueba también Ingresos Brutos, pero quiere llevar a cero el déficit fiscal. Recurrir a una amputación de gastos es visto por las mismas patronales como una convocatoria a la rebelión popular. Significativamente, el gobierno se opone al impuesto progresivo a gravar los latifundios abundantes en las provincias, por una cuestión de clase; casi toda la oligarquía peronista, además, es dueño de grandes superficies agrícolas. Este impuesto progresivo sería una salida para los Tesoros provinciales y un principio de salida para la dependencia de las provincias de los impuestos nacionales. Habilitarían de inmediato, junto a otras medidas de fondo, a eliminar los impuestos al consumo, que son los más coparticipables.
Sin la menor deferencia por las fiestas, el oficialismo puso los cambios en quinta y fue por los monotributistas, como se llama a una mayoría de trabajadores precarizados que tienen que pagarse jubilación, salud e impuestos. En efecto, el gobierno subió en un 26% el mínimo no imponible a los monotributistas, frente a una inflación del 50 por ciento. La reforma laboral que propugnan las patronales y el FMI, que es convertir al asalariado en monotributista, viene con una gran carga impositiva adentro.
La corrida al bolsillo del trabajador no se detiene, sin embargo. Ya ha sido convocada la audiencia pública para aumentar la tarifa de gas. La pandemia ya pasó, arguye el gobierno, volvamos a la ‘vieja normalidad’. Se calcula un tarifazo del 40%, justificado por una ‘segmentación’ de la población, que “es de difícil aplicación”, según los agoreros, pero que por eso mismo prevé subas del 300% para las clases altas, que a lo mejor no lo son tanto. El lenguaje sociológico de moda clasifica como clase media a un obrero industrial especializado, que se encuentra en algún nivel por encima del costo de la canasta familiar. Todo lo dicho sobre el gas, vale para la electricidad.
Todo lo expuesto hasta acá constituye, a corto o mediano plazo, una convocatoria a la rebelión popular. El gobierno lo ve de otro modo. Visualiza un crecimiento imparable de la actividad económica, en especial de las exportaciones, y una mejora cada vez mayor de la demanda de fuerza de trabajo. La inflación ‘multicausal’ retrocedería como resultado de un impacto menor de los precios internacionales del agro, y como consecuencia de un acuerdo con el FMI para alargar los plazos de pago de la deuda con el organismo. Esta hoja de ruta plagada de incertidumbres, parte de consolidar un nivel histórico bajísimo de jubilaciones y salarios, y de índices extraordinarios de pobreza. El ministerio de Industria insiste en la intención de derogar las retenciones a la agroexportación adicional a los niveles actuales, como ocurre con la industria automotriz. Los K creen contar con un espacio de tiempo económico y social lo suficientemente largo para sus propósitos, al igual que lo que creía Macri ente 2016 y 2018. En ese mismo espacio de tiempo, los observadores económicos vislumbran una fuerte perspectiva de crisis financiera internacional, basada en un nivel de endeudamiento público y privado relativo sin precedentes en la historia mundial. Al final, lo que precipitó el derrumbe del macrismo fueron los violentos giros financieros internacionales entre finales de 2017 y finales de 2018.
Jorge Altamira
28/12/2021
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