domingo, 31 de octubre de 2021

La COP26, una vía muerta para mitigar el calentamiento global


La conferencia de la ONU en Glasgow augura un nuevo fracaso, en medio de la crisis capitalista y la guerra comercial.

 La COP26, la conferencia oficial anual de la ONU sobre cambio climático que en esta ocasión se realizará en Glasgow, intenta ser presentada como la instancia bisagra para revertir el ritmo del calentamiento global y poner en marcha ambiciosos planes de transición energética y productiva para la reducción de la emisión de los gases que generan el efecto invernadero. ¿Qué hay de cierto? 
 Joe Biden reintegró a Estados Unidos al Acuerdo de París e hizo de la «acción climática» un lema de gestión, doblando los objetivos en cuanto a bajar las emisiones de carbono. Los gobiernos de la Unión Europea, empezando por la alemana Angela Merkel y el francés Emmanuel Macron también han dado centralidad al tema e incrementado sus objetivos. Hasta el gobierno chino de Xi Jinping se habría propuesto alcanzar la neutralidad (no emitir más gases que la capacidad de absorción) para 2060. Sin embargo la realidad no es alentadora, cuando la crisis capitalista mundial ha desairado los faraónicos planes de estímulo que inyectaron los gobiernos y bancos centrales de las principales potencias, y atravesamos desde una crisis energética a un desabastecimiento de semiconductores. Por lo demás, como sufrimos en Argentina, el saqueo de las naciones oprimidas por el capital financiero y las multinacionales imperialistas refuta cualquier morigeración de la depredación ambiental. 

 La senda del fracaso

 Estas conferencias se llevan a cabo desde 1995 y han parido distintos proyectos de renombre como el Protocolo de Kyoto en 1997 y el vigente Acuerdo de París en 2015, con metas y mecanismos para mitigar el cambio climático. Sin embargo, desde aquella pionera Cumbre de la Tierra celebrada en Río de Janeiro en 1992 el consumo primario de energía en el mundo creció un 60% y los combustibles fósiles (gas, petróleo y carbón) siguen representando un 80% del total, según el sitio Our World in Data. Así, las emisiones de carbono siguieron acelerándose, incluso desde que se firmó el último tratado en la capital francesa. De hecho, conforme un reciente relevamiento de Climate Accion Tracker, Gambia es el único país que estaría cumpliendo con los parámetros fijados en 2015, con una incidencia desde ya muy menor. También se sigue incrementando la liberación de otros gases con efecto invernadero, como el metano (ochenta veces más potente que el carbono, aunque permanece menos tiempo en la atmósfera) que produce la ganadería, la industria del gas natural e incluso los basureros a cielo abierto; el óxido nitroso, que principalmente emana de la producción agrícola; y deshechos industriales como gases que contienen cloro.
 También persevera la deforestación y el cambio de uso de suelo, que impacta de lleno en la capacidad del planeta de reabsorber esas emisiones, cuyos casos testigo son el avance de actividades madereras, mineras y ganaderas sobre el Amazonas, o la conversión de selvas vírgenes y bosques de turba en plantaciones de aceite de palma en Indonesia. 
 ¿Qué cambiaría entonces esta vez? Como ya hemos sostenido en el pasado, el hecho de que nadie pueda realizar un balance del fracaso del Acuerdo de París y que se lo postule como el camino a seguir -aunque con metas algo más ambiciosas en algunos casos- refleja que no estamos ante giros sustanciales.
 Biden presentó un proyecto al parlamento norteamericano pomposamente definido como el «esfuerzo más grande de la historia para combatir el cambio climático», que prevé destinar una sumatoria de 555.000 millones de dólares entre subsidios, inversiones y créditos fiscales para impulsar las energías limpias y promover la utilización de vehículos eléctricos. Pero no contempla finalmente ni la fijación de un impuesto o precio al carbono, ni grava como en el plan original las emisiones de metano de la industria del petróleo y el gas. Incluso, por el lobby empresario dentro del propio Partido Demócrata, fue eliminado un plan que contemplaba un sistema de multas para que las empresas de servicios públicos abandonen la utilización de combustibles fósiles, el cual explicaba según estudios un tercio de todo el objetivo de reducción de emisiones (The Guardian, 20/10). 
 De igual manera, a pesar de los reiterados anuncios de la Unión Europea, el empantanamiento de la transición en el viejo continente plantea problemas esclarecedores. La suba exorbitante de los precios del gas ha vuelto a poner sobre la mesa el debate sobre si considerarlo o no una fuente sustentable energía, lo cual es definitorio a la hora del financiamiento del bloque a los grandes proyectos de infraestructura como gasoductos y terminales de gas natural licuado, cuando numerosos informes estiman que estos podrían dejar más de 100.000 millones de dólares en activos varados si se llevan adelante pero quedan obsoletos en el corto plazo por el abandono en pos de nuevas fuentes renovables. 
 Durante todo el año la Comisión Europea ha quedado entrampada en choques entre los Estados sobre si incluir o no dentro de los apoyos financieros a los proyectos de gas y energía nuclear, con enfrentamientos cruzados que en el primer caso tiene como principales impulsores a aquellos que aún explotan carbón como Alemania y Polonia, y Francia como defensora acérrima de las centrales nucleares, chocando con otros países que se oponen a contemplar ambos como energía limpias (EconoJournal, 21/10). 
 La disputa vino a recalentar los conflictos, sin resolución hasta el momento, que suscita el planteo de fijar aranceles externos al carbono para evitar que las compañías más contaminantes se retiren del suelo europeo solo para producir en lugares con normas más laxas y después exportar al bloque. La cuestión es indicativa de los motivos que mantienen al Acuerdo de París en el limbo, ya que uno de los puntos fundamentales era la creación de un Mercado de Carbono que fijara cuotas intercambiables (entre empresas y países) de emisiones y absorciones, que nunca entró en vigencia por falta de acuerdos en cuanto al precio a fijar y la medición del aporte en la absorción de gases. 

 ¿Acuerdos o guerras? 

Que la regulación internacional de un mercado de CO2 haya devenido en una disputa arancelaria es una demostración de la esencia del capitalismo contemporáneo, ya que del acuerdo de pautas productivas se pasó a una puja proteccionista conforme a la realidad de un mercado mundial que es escenario de una guerra comercial entre grandes potencias. 
 Ese fue el telón de fondo del fiasco de la cumbre de ministros de Ambiente del G20 a mediados de año en Venecia, donde se frustró el intento de establecer un cronograma de eliminación de subsidios a las empresas de combustibles fósiles. Esto luego de que los Estados que lo componen destinaran a ello más de 3,3 billones de dólares entre 2015 y 2019, según la agencia Bloomberg, y cuando este año en un cuadro de suba de precios sumarán casi 600.000 millones conforme una estimación del FMI (el cual sostiene que si se computaran los pasivos ambientales y los costos sociales el monto es diez veces mayor). Es un tema conflictivo porque implicaría súbitos aumentos en las tarifas de los hogares y los surtidores de combustibles, cuestión que ha desatado verdaderas rebeliones populares en los últimos años (Ecuador, Irak).
 Lógicamente, los principales detractores fueron aquellas naciones en que la renta petrolera es el rubro fundamental de toda la economía, como sucede con Rusia y Arabia Saudita (que cuentan con grandes compañías estatales), y aquellas como China e India con grandes ramas industriales como el acero que demandan altas cantidades de energía y verían un salto en los costos de producción. Finalmente, acusan, los Estados Unidos lograron su independencia energética gracias a subsidiar la extracción no convencional de hidrocarburos, y al día de hoy tampoco tiene un plan de eliminación de las subvenciones. El tema es de amplia repercusión porque, por ejemplo, Europa depende del gas ruso en un 41% -y la tendencia es ascendente en el marco de la construcción del gasoducto Nord Stream 2, al cual se opone el imperialismo yanqui-, y es importadora de las acerías asiáticas. La crisis energética ha puesto este asunto a flor de piel. Tras años de desinversión de las petroleras para evitar una saturación del mercado que deprimiera los precios, ahora tenemos una escasez que ha disparado su cotización internacional e incrementado la tasa de beneficio. Gracias a ello los dos mayores pulpos norteamericanos del rubro, Chevron y ExxonMobil, han cosechado ganancias mayores a las previstas en torno a los 5.000 y 4.000 millones de dólares respectivamente, que irían a incrementar la producción y a programas de recompra de acciones (Reuters, 29/10). Y el asunto promete seguir. Los ministros de Energía de Arabia Saudita, Rusia y Argelia, miembros de la alianza OPEP+, han desestimado ampliar sustancialmente la producción de crudo fundando que la demanda se irá estabilizando, lo cual les ha valido la acusación del JP Morgan de especular para mantener altos los precios. 
 Es un escenario muy complejo para encarar una transición energética, que requiere enormes inversiones de capital. A la carrera por la extracción y elaboración de tierras raras y minerales estratégicos, como el cobre para el cableado y el litio para las baterías, se suma ahora el cuello de botella en la industria global de chips y semiconductores que tiene en vilo a las automotrices y ramas tecnológicas, detrás de la cual también asoma la guerra comercial. Son puntos muy sensibles porque una transformación exige revolucionar el almacenamiento y transporte de energía eléctrica para garantizar los suministros a nivel internacional, cuando actualmente las principales economías solo comercian fuera de sus fronteras el 4% de la electricidad contra el 24% del gas y el 46% del petróleo a nivel mundial (The Economist, 21/10).
 Lo mismo vale para aquellas industrias de alto consumo energético como la siderúrgica. Según un informe de Global Energy Monitor hacia 2030-2040 podrían quedar hasta 70.000 millones de dólares en activos varados del sector, ya que en la actualidad se están desarrollando proyectos para ampliar en 50 millones de toneladas de acero la capacidad productiva con altos hornos de carbón, y la Agencia Internacional de Energía estima que las emisiones directas de la industria siderúrgica mundial deben caer más del 50% para 2050 para cumplir con el Acuerdo de París. 

 Ricos y pobres

 Todo esto abre profundos interrogantes sobre la viabilidad de que la COP26 arribe a algún acuerdo real. Después de todo, para la Casa Blanca la cuestión del calentamiento global es un punto constitutivo de su enfrentamiento «estratégico» con China y Rusia por zonas de influencia, como sucede con la carrera por la explotación de los recursos del Ártico y el control de las rutas comerciales que se abren por el retroceso de los hielos. Cuando se incrementan las tensiones y despliegues militares como en el Pacífico, con Taiwán en el ojo de la tormenta, la amenaza de conflictos bélicos y el reforzamiento de las industrias militares contraría cualquier discurso verde, abriendo un inquietante escenario de posibles desastres ambientales y humanitarios. 
 La guerra comercial tiene por supuesto también expresión en las presiones del imperialismo sobre los países oprimidos. Argentina es un caso paradigmático, con un presidente que hace gala de una gran preocupación por el clima con la intención primordial de ganar el respaldo de Biden en la negociación con el FMI. Mientras, destina 2,5% del PBI a subsidiar a las empresas de energía, y promete beneficios fiscales y hasta mayor libertad para girar divisas al exterior a los pulpos petroleros con su proyecto de Ley de Hidrocarburos; además de promocionar inversiones de multinacionales mineras incluso contra la resistencia popular, y fomentar los agronegocios con paquetes tecnológicos de Bayer-Monsanto y Syngenta para que no decaiga la producción de soja. Todo porque, como se sinceró el ministro de Ambiente, Juan Cabandié, «para pagar la deuda hay que contaminar».
 En función de ese desfasaje entre las metas anunciadas y la práctica, el mencionado estudio de Climate Accion Tracker califica a nuestro país dentro de la categoría con políticas climáticas «muy insuficientes», a la par de gobiernos negacionistas del calentamiento global como el de Jair Bolsonaro en Brasil, el de Scott Morrison en Australia, o el de Narendra Modi en la India. 
 Lo dicho permite ilustrar el fraude de las potencias imperialistas como Estados Unidos o la Unión Europea, que se ufanan de ser los líderes naturales de cualquier transición sustentable. Son en efecto la cuna de los capitales que destruyen el ambiente y saquean las riquezas del resto del mundo. Uno de los puntos que se debatirán en la COP26 es el incumplimiento pleno del fondo que debían recaudar los «países ricos» para destinar desde 2020 100.000 millones de dólares anuales para financiar a los «países pobres» por cinco años. Además de haber juntado apenas el 10% de ese monto, está claro que su ejecución caería presa de los juegos de alianzas y zonas de influencia, es decir que reforzaría la injerencia imperialista y los choques entre potencias. 
 En fin, como demuestran las últimas tres décadas de fracasos, las conferencias de la ONU son una vía muerta para canalizar la necesidad de una reconversión productiva en gran escala para mitigar el cambio climático. Las perspectivas de recurrir a mecanismos de mercado como incentivos fiscales y financiamiento barato son sepultadas por la realidad de una inflación mundial que evidencia el exceso de liquidez que deja la emisión monetaria de paquetes de estímulo tras la pandemia y las tasas de interés en torno a 0%, producto de que los capitalistas no encuentran ramas lo suficientemente rentables para invertir (amén de la especulación bursátil y estirar la agonía de las empresas zombies). 
 Tamaño desafío exige como punto de partida una reorganización social sobre nuevas bases, empezando por una lucha a muerte contra el saqueo imperialista de las naciones oprimidas. En esa batalla es crucial la nacionalización bajo control obrero de las industrias energéticas, para ponerlas a disposición de la elaboración de planes económicos debatidos y dirigidos por los trabajadores, que partan de repudio a ese instrumento de expoliación que son las deudas externas usurarias y fraudulentas. Es un motivo más para oponer al capitalismo decadente la lucha por gobiernos de trabajadores y el socialismo, para dejar atrás las rivalidades nacionales y la depredación ambiental.

 Iván Hirsch

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