sábado, 23 de junio de 2012
La belleza de lo autóctono.
Estuve en General Pinto, una población del noroeste bonaerense. De unos ocho mil habitantes. En medio de la bella pampa que da pleno carácter a casi medio país. Primero, a media mañana, se hizo en la plaza el acto del Día de la Bandera. Allí, los maestros, los alumnos, los vecinos. Auténtico clima de pueblo sano que goza de esa calidad de vida que se nos robó para siempre a los que vivimos en las grandes ciudades. Mucho sol, árboles por doquier, el horizonte siempre a la vista. Música. Los discursos como diálogo. Belgrano, esa figura, el ejemplo del político amigo de la humanidad: sus donaciones para escuelas, su morir en la pobreza, su defensa de los derechos de los perseguidos, su fe en la educación y en juntar ladrillos para escuelas. Y luego el bello espectáculo: niños disfrazados de la bandera belgraniana, danzas con música bien nuestra. Todo auténticamente de pueblo. Y luego todos esos vecinos vestidos de domingo a saludarse y conversar largamente, como si el tiempo no transcurriera. Ni bocinazos ni ruido de motores ni olor a gases de tránsito. Y por último volverse caminando a sus casas para el clásico asado de los días patrios.
Bien, esa tarde del 20 de junio ese pueblo fue capaz de tener el coraje civil y la conciencia de llevar a cabo una ceremonia también auténticamente popular de quitar para siempre el nombre del genocida Julio Argentino Roca de una de sus calles principales y llamarla Pueblos Originarios, es decir, cambiar la muerte por la vida. Y así lo demostraron los “indios” que arribaron con sus ropas originarias, su música de puros ecos pampeanos. Los descendientes de aquellos que fueron desalojados de sus tierras hace un siglo y medio y traídos como esclavos a las grandes ciudades.
La medida fue realmente democrática: se debatió en el Concejo Deliberante cuando el concejal Sergio Santos presentó el proyecto y fue votada para su aprobación por todos los concejales del Frente para la Victoria. En cambio, votaron por mantener el nombre del genocida de nuestros pueblos originarios el bloque del PRO –el partido de Macri– y el representante del radicalismo. Lo interesante del caso es que estos opositores no abrieron la boca durante el debate, es decir, no pudieron argumentar nada favorable al general que restableció la esclavitud en 1879, el año en que se “repartieron” los hombres indios prisioneros como peones, las “chinas” –como señalan los avisos oficiales en un abierto tono racista– como sirvientas y los “chinitos”, es decir los niños, como “mandaderos”. Esto fue posible por la actitud del presidente Avellaneda y su ministro de Guerra, Julio Argentino Roca.
La quita del nombre de Roca en una de las calles principales de General Pinto fue una verdadera fiesta popular. Me tocó la suerte de acompañar al intendente Alexis Guerrera a bajar la placa con el nombre del militar genocida y descubrir la nueva con el auténtico nombre de “Pueblos Originarios”. El intendente luego pronunció palabras plenas de humanismo acerca de qué significan las culturas milenarias de los pueblos originarios y su derecho a la vida y a sus formas de vida. También en ese sentido se pronunció el director de Cultura de la ciudad, Julio Galván. Y todo terminó con los números artísticos que desarrollaron representantes mapuches que viajaron desde Los Toldos: con su música, sus danzas, sus exclamaciones de saludo y amistad. El fin de fiesta se dio en un salón de la ciudad donde disertamos acerca de cómo, en este país, se cayó desde la cima generosa de aquel Mayo de 1810 con su búsqueda de Igualdad en Libertad, a los monstruosos crímenes de un Roca y de la dictadura militar de la desaparición de personas. Todo en un tono auténtico con la belleza de lo autóctono. Quedó formado un ambiente en ese lugar de la generosa tierra de búsquedas de nuevas formas de convivencia y de defensa de la vida por sobre todas las cosas.
En esto ayudó la visita del historiador Marcelo Valko, que presentó su libro Pedagogía de la Desmemoria, una verdadera revisión de la historia oficial con las pruebas de las deslealtades sufridas por nuestro país por gobiernos y dictaduras que decían que traían el “progreso”. Y la pregunta es: ¿el progreso para quién trajeron? Y aquí es fundamental la repartición de las tierras después del genocidio de los pueblos originarios. El historiador Valko siguió luego su gira por Vedia y General Villegas, cercanas de General Pinto y de sus experiencias históricas.
Y todo este impulso culminó el jueves, allí, en pleno centro de Buenos Aires, junto al monumento al genocida y a su diagonal Julio Argentino Roca. Un público absolutamente joven con músicos jóvenes y oradores que trajeron a la Etica como principio fundamental de la vida. Sí, todo bajo la consigna de “Chau Roca”. Se trató de dilucidar ahí, con la palabra, por qué los argentinos en vez de tener a pocos metros del Cabildo una escultura que represente el pensamiento de Mayo y la grandeza del pensamiento de un Belgrano, de un Castelli, de un Mariano Moreno, no, tenemos en ese bronce a un genocida. A un exterminador de pueblos. Al que repartió la tierra con un sentido de desigualdad pocas veces visto en la historia del ser humano. Aquel que en vez de cumplir con las palabras del Himno Nacional desde 1813 (aquello de “Ved en trono a la noble Igualdad”), otorgó cuarenta millones de hectáreas de nuestras pampas a 1800 estancieros socios de la Sociedad Rural. A quien restableció la esclavitud con el famoso “Hoy reparto de indios”, en las plazas públicas de Buenos Aires.
Qué acto pleno de juventud y generosidad el del jueves pasado. Con la música realmente joven de conjuntos plenos de vida y alegría y un público entusiasta por terminar con ese bronce abominable de un militar que importó diez mil fusiles Remington, el arma con que los estadounidenses habían eliminado a los sioux y a los pieles rojas, para humillar para siempre a nuestras generosas pampas con la muerte y la desigualdad. Ahí cambió la Argentina: optó por el “progreso de la desigualdad”. Roca: el autor del genocidio del “desierto”, de la represión obrera y de la miserable y sucia Ley de Residencia, la 4144, sólo posible en las dictaduras más innobles de la historia del ser humano.
El del jueves a la noche fue un acto de mano generosa, con medios barriales cuyos periodistas anotaban todos los detalles, con músicos pura juventud que derramaron sonidos y ritmos para una multitud plena de optimismo y dispuesta a cambiar lo injusto por el abrazo fraterno. Y estuvo siempre la pregunta: ¿por qué los argentinos, luego de ese pensamiento de Mayo generoso de pura Igualdad y Fraternidad, le pudieron levantar un monumento a un genocida que practicó la muerte y la desigualdad con ritmo de marcha militar? ¿Por qué no se continuó con el pensamiento de un Belgrano, de un Castelli, de un Mariano Moreno? Nombres para recordar siempre. Ese Belgrano, después de su vida dada al pueblo y muerto en la pobreza más absoluta mientras el general genocida, hoy en bronce, recibía como premio por sus crímenes 60.000 hectáreas de las mejores tierras para su estancia La Larga. Por haber matado, por haber reimplantado la esclavitud: “Hoy reparto de indios, chinas y chinitos”, como informaron los diarios porteños después del genocidio roquista.
Sí, en el acto del jueves, junto al monumento que la Etica tiene que sacar cuanto antes, se juntaron los que piensan en otro país. Hubo allí una especie de fiebre de aquel Mayo de nuestra Libertad. Hubo representantes de partidos políticos que hablaron con absoluta claridad frente a esa Legislatura porteña, hasta hoy de puertas cerradas que tienen que abrirse ya para el pensamiento de Libertad, Igualdad, Fraternidad que caracterizó a nuestra generosa primera historia de los argentinos. Seremos fieles a ella cuando logremos como primer paso desmonumentar al genocida de pueblos, que cambió aquellas tres hermosas palabras por las de Muerte, Desigualdad y Odio entre los pueblos que habitan este generoso suelo y lo cercó con el alambre de púa del latifundio.
Unas jornadas donde el optimismo comenzó a echar fértiles raíces.
Osvaldo Bayer
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