lunes, 6 de diciembre de 2010

A 35 años de una masacre impune


Tucumán, diciembre de 1975. Tres meses antes del golpe, el general Acdel Vilas desató una serie de atentados con explosivos
La primera semana de diciembre de 1975 regó de sangre las calles de San Miguel de Tucumán. Un automóvil volado por los aires con siete personas en su interior, media docena de atentados explosivos en domicilios particulares, el asesinato del padre de una de las víctimas de la masacre de Trelew, fueron algunas de las acciones protagonizadas por las fuerzas de tareas del general Vilas, comandante del Operativo Independencia. Sin embargo, las autoridades militares intentaron confundir a la ciudadanía adjudicando los hechos al “extremismo”. Contaron para ello, como siempre, con la complicidad del periodismo. En ese marco se destacó un joven Joaquín Morales Solá.
El 1º de diciembre de 1975, en la esquina de San Lorenzo y Ayacucho de la capital tucumana, un automóvil voló por los aires. En las paredes de casas de familias y locales comerciales quedaron pegados los restos de siete personas que se encontraban en el interior del coche. Nunca se supo si esos seres humanos estaban vivos o muertos en el momento del estallido. Restos de los cuerpos se diseminaron en las calles y veredas. A pocos metros vivían los padres del capitán Humberto Viola, quien exactamente un año antes había sido ejecutado en el mismo lugar por un comando del ERP. En esa oportunidad había muerto también una pequeña hija del militar. Viola estaba acusado de haber integrado la primera patota de secuestradores, torturadores y asesinos que sembraron el terror en Tucumán desde mediados de 1974.
Este hecho macabro era la manera elegida por los camaradas del capitán Viola en el Destacamento 142 de Inteligencia para conmemorar el aniversario de su muerte.
Un día después, la banda que funcionaba en la Jefatura de Policía con la supervisión de los militares se lanzó a un raid criminal nocturno que completó el clima de terror: volaron media docena de domicilios particulares y las sedes del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos y la Federación de Entidades Profesionales de Tucumán (Feput). Una de las casas dinamitadas era la de los Lea Place; ahí estaba Arturo Lea Place, padre de Clarisa, asesinada en Trelew el 22 de agosto de 1972, y de Luis, en ese momento preso en la cárcel de Rawson. Después de explotar una poderosa carga de trotil que destruyó completamente la vivienda, Lea Place, que había salido ileso de entre los escombros, fue acribillado a balazos. En esa casa había sido velada Clarisa y desde allí una multitud había acompañado el cortejo fúnebre en agosto de 1972. El Instituto Movilizador era acusado de pertenecer al Partido Comunista y la Feput había criticado públicamente los secuestros y detenciones arbitrarias de varios de sus afiliados y el 15 de septiembre de 1975 había realizado un paro de actividades para repudiar la represión de las hordas comandadas por Vilas. Esa fecha, 15 de setiembre, fue instituida años más tarde por los profesionales universitarios de todo el país para celebrar su día.
La conmoción provocada por esta masacre dejaba al descubierto el trabajo criminal de las fuerzas del Operativo Independencia. Nadie podía creer que en pleno centro de la capital tucumana, saturada de militares, policías y gendarmes, algún grupo guerrillero pudiera operar con tamaña impunidad. El Ejército apeló entonces a la acción psicológica. Emitió comunicados y usó al periodismo para convalidar su versión de los hechos.
El comando de la V Brigada, cuyo titular era el jefe de los grupos de tareas ejecutores de la masacre, dijo que: “Ante la proliferación de atentados cuyos autores se escudan cobardemente en el anonimato y que atentan contra la seguridad y la tranquilidad a que tienen derecho todos los habitantes de esta provincia, el comando de la Quinta Brigada de Infantería condena el vil proceder de los enemigos de la patria que con su actitud tratan de interferir en el cumplimiento de la misión que les ha sido impuesta a los efectivos militares y de seguridad”.
Aparentemente ese comunicado le fue impuesto a Vilas desde Buenos Aires por la cúpula militar que, no conforme con su texto, emitió otro pocas horas después de conocido el primero: “El Comando General del Ejército hace saber a toda la población su más enérgico repudio por los incalificables hechos de violencia ocurridos en las últimas 48 horas en San Miguel de Tucumán, en circunstancias en que la fuerza, por disposición del superior gobierno de la Nación, se halla empeñada abiertamente contra la subversión en el país para garantizar la seguridad y tranquilidad de todos sus habitantes”.
La diferencia entre uno y otro comunicado es notoria y refleja las diferencias entre los mandos militares. El comunicado de Videla (por entonces jefe del Ejército y preparando el golpe que derribaría a la presidenta María Estela Martínez de Perón) no acusa a la guerrilla y expresa su “enérgico repudio”, en tanto el comunicado de Vilas dice que la masacre fue obra de “autores (que) se escudan cobardemente en el anonimato”.
El periodismo nacional y provincial se puso a las órdenes de los hombres de la inteligencia militar, encargados de la acción psicológica. Para el diario La Prensa, se trató de “nuevos atentados terroristas” y “tanto las autoridades militares como de otras fuerzas de seguridad, se hallan intensamente empeñadas en localizar a los grupos autores de los atentados”. En ese tono se expresaron también los otros diarios. Significativamente, La Opinión fue el único que se aproximó a la realidad: “Asesinos de extrema derecha provocaron ayer una nueva masacre en Tucumán”; sin embargo, el final de la crónica fue lamentable: “Mientras tanto, la lucha contra la subversión continúa desarrollándose con éxito en todo el territorio a través de las operaciones del Ejército, apoyadas moral y materialmente por las otras fuerzas armadas y de seguridad”.
En Tucumán, donde el diario La Gaceta se instituyó como el canal más eficaz para la acción psicológica de los militares, el periodismo hasta se dio el lujo de comentar políticamente los sangrientos episodios.
Joaquín Morales Solá, en un comentario firmado por él el 3 de diciembre de 1975, anticipa la posibilidad de que la provincia sea declarada “zona de emergencia militar”, que era lo que aparentemente buscaban las hordas de Vilas con los atentados. Es también significativo que, al referirse a la voladura del automóvil con siete personas en su interior, diga que fue “un inexplicable cuadro de horror”, que “esparció siete cadáveres en el lugar donde hace un año murieron, víctimas también del terrorismo, el capitán Humberto Viola y su hija”.
Morales Solá no se priva tampoco de consignar, como siempre, una versión: “En la esfera militar, al parecer, emergen las actitudes más críticas a la gestión del gobierno local” y “algunos deslizaron, inclusive, la versión de que dentro de la administración pública hay agentes de la sedición”.
Poco más de tres meses después se produjo el golpe de Estado. Ese día decenas de funcionarios de la administración pública señalados por la nota de Morales Solá fueron secuestrados y torturados y muchos de ellos desaparecidos.

Marcos Taire

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