jueves, 5 de octubre de 2006

MIGUEL ENRÍQUEZ



“Salud Miguel Enríquez y compañeros del MIR chileno”

Hubo un tiempo, durante el gobierno de Pacheco Areco, que los presos políticos uruguayos que cumplían la pena, tenían la opción de la Justicia de ser liberados a Chile. Cientos de uruguayos liberados de las cárceles y requeridos por las Fuerzas Conjuntas pasaron a vivir en Chile. El triunfo de la Unión Popular y de Salvador Allende, ampliaron las posibilidades de solidaridad y trabajo político de las organizaciones políticas de izquierda uruguayas.
El Movimiento de Liberación Nacional llegó a mantener una “columna internacional” en aquel país y desde Chile se organizaba una nueva tarea de relaciones con el movimiento revolucionario internacional.
Después de la derrota del MLN en 1973 una nueva dirección política discutía una autocrítica en el llamado “Simposio de Viña” realizado en ese balneario chileno.
De allí en adelante muchos militantes de izquierda uruguayos cruzaron a la Argentina y cuando el golpe de Estado de Pinochet algunos fueron capturados y desaparecidos y otros se refugiaron en la Embajada de Cuba desde donde fueron evacuados hacia la isla.

En 1974 se formaba la “Junta Coordinadora Revolucionaria” integrada por el Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros MLN uruguayo, el Ejercito de Liberación Nacional de Bolivia ELN boliviano, el Movimiento Izquierda Revolucionario MIR chileno, y el Ejército Revolucionario Popular ERP-PRT Argentino.
Durante los años más represivos de toda la historia de nuestro continente los guerrilleros de la Junta Coordinadora enfrentaron a las dictaduras del Cono Sur, el Plan Cóndor, la CIA y el Pentágono. Los mejores hijos de las patrias del sur de Latinoamérica cayeron combatiendo contra los ejércitos preparados y armados por los Estados Unidos.
Jóvenes hombres y mujeres siguiendo el ejemplo del Che, se batieron en montes, sierras, llanos ciudades y pueblos del sur, en Chile, Argentina, Paraguay, Bolivia y Uruguay.

Uno de los mayores impulsores de la Junta Coordinadora Revolucionaria (JCR) fue el chileno y fundador del MIR, Miguel Enríquez.
Porque los revolucionarios siempre deben ser agradecidos y porque no debemos dejar caer en el olvido a los hombres que han sido ejemplo, tratamos de homenajearlo en su caída en combate el 5 de setiembre de 1974.

Miguel Enríquez soportó más de un año clandestino en Chile bajo la altiva y digna consigna de “el MIR no se asila”. Él quiso dar su ejemplo manteniéndose en Chile para organizar la resistencia.
“Nos quedamos en Chile para reorganizar el movimiento de masas, buscando la unidad de toda la Izquierda y de todos los sectores dispuestos a combatir a la dictadura gorila, preparando una larga guerra revolucionaria a través de la cual la dictadura será derribada, para luego conquistar el poder para los trabajadores e instaurar un gobierno de obreros y campesinos”, señaló en una oportunidad.
Miguel Enríquez no escuchó a muchos de sus compañeros que le pedían que saliera del país.

El terrorismo de la DINA se hizo sentir con fuerza a partir de abril de 1974. El recinto secreto de Londres 38, un ex local del Partido Socialista, se convirtió en centro de torturas y en primera centro de reclusión de muchos detenidos hacia la muerte y desaparición en Colonia Dignidad.
La comisión política del MIR, sin embargo, se mantenía más o menos intacta a comienzos del 74. La pérdida más importante había sido la de Bautista Van Schouwen Vasey, en diciembre de 1973, capturado por una delación en el convento de los Capuchinos de Santiago, donde se ocultaba. Van Schouwen, de 30 años, médico, era uno de los fundadores del MIR e íntimo amigo de Miguel Enríquez, con cuya hermana, Inés, estuvo casado.
La DINA obtuvo nuevas pistas para llegar a Miguel Enríquez, el barrio donde vivía, una descripción de su aspecto físico y de su pareja Carmen Castillo Echeverría, que hacía de enlace en algunos contactos y que estaba embarazada, una Renault roja que usaba Miguel la reconocieron durante un enfrentamiento a tiros en el sector del Estadio Nacional, etc.

Cuenta el padre de Miguel Enríquez, el Doctor Edgardo Enríquez, ex rector de la Universidad de Concepción y ex ministro de Educación del presidente Salvador Allende, en un discurso que pronunció en el acto de inauguración del Hospital Clínico “Miguel Enríquez”, en La Habana durante 1975, quien era su hijo.
El que con un grupo de sus compañeros, entre los que estaban Bautista van Schouwen, Luciano Cruz, su otro hijo Edgardo Enríquez, Andrés Pascal, y otros tres o cuatro más, formaron un grupo de estudio y trabajo.
Leían, estudiaban, discutían horas enteras todas las noches. Analizaban y devoraban todo cuanto había ocurrido o estaba ocurriendo en Cuba. Fue así como formaron el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, el MIR, que rápidamente ganó adeptos entre los jóvenes universitarios, pero que, como era de esperar, fue también combatido enérgicamente por otros grupos y partidos políticos.
Hubo cientos de asambleas y foros, realizados primero en Concepción y después en otras ciudades de Chile. En ellos, Miguel ganó fama de ser terrible adversario en la polémica, tanto en una discusión seria y profunda sobre política, economía o filosofía, ciencia o historia, como en una en que primara el ingenio, la respuesta rápida, ocurrente, oportuna, divertida, que aplanaba al contrario.
Hombres fogueados, parlamentarios de gran experiencia, cometieron ese error, al verse perdidos en un debate razonado en que pretendieron defender la sinrazón de los poderosos. Quisieron salvarse mediante el chiste fácil, la postura en ridículo del adversario; ¡qué mal les fue siempre con Miguel en ese terreno!

Una vez, desesperados, los reaccionarios llevaron a una asamblea un centenar de muchachitas, hermosas todas, para que no lo dejaran hablar mediante gritos, consignas, etc.
Miguel, en el centro de la sala, las contempló un minutos, dos. Enseguida avanzó hacia donde ellas estaban y con esa sonrisa contagiosa que iluminaba su hermoso rostro, hizo un ademán de abrazarlas y besarlas a todas. Sorpresas, risas generales. Terminaron aplaudiéndolo a rabiar.

Muy pronto, ya nadie se atrevía a enfrentarle públicamente; sacerdotes, diputados, senadores, profesores universitarios, políticos, eludieron los foros en que Miguel participaba.
Un día llegó a Concepción el senador norteamericano Robert Kennedy. Lo acompañaba numerosa comitiva norteamericana de políticos, periodistas, guardaespaldas, operadores de cámaras de cine y televisión, etc. Se reunió con las autoridades, los intelectuales, los periodistas, los políticos, los delegados estudiantiles chilenos, en una amplísima conferencia.
En un momento dado, mientras hablaba un chileno, el senador Kennedy tomó el micrófono de la grabadora e hizo un comentario en inglés que provocó la hilaridad de toda su comitiva. Miguel, que estaba en el fondo de la sala, avanzó resueltamente y en medio de la sorpresa general tomó con decisión el micrófono de manos del senador norteamericano y en perfecto inglés le enrostró su actitud, “Usted, le dijo, ha venido aquí no interesado por nuestros problemas ni a buscarles solución. Usted está trabajando su campaña para la presidencia de Estados Unidos. No le acepto que venga a utilizarnos a nosotros para fines personales suyos. Si quiere chistes y hacer reír, yo también puedo contarle varios que se refieren a Vietnam, o a la explotación de nuestros obreros por capitales y sociedades nacionales y extranjeras. Vamos a Pueblo Hundido, junto a las minas de carbón de Lota, y allí podrán reírse ustedes hasta las lágrimas viendo tanta miseria y abandono”.

Robert Kennedy se puso serio, algunos de sus guardaespaldas quisieron avanzar; él los contuvo con un gesto. Cambiando totalmente el tono y el nivel de la reunión, discutieron mano a mano con Miguel, en inglés, sobre diversos problemas nacionales. Entusiasmado y muy cordial lo invitó a visitar Estados Unidos con todos los gastos pagados. Miguel no aceptó y lealmente le recomendó que no fuera a una asamblea que tenía programada con los estudiantes.
Kennedy no siguió su consejo y se debe haber arrepentido de ello, porque allí recibió violenta y bulliciosa contramanifestación estudiantil.

Sin descuidar sus estudios de medicina, pues sabía distribuir su tiempo en forma admirable, viajó por Chile, Perú, China, Checoslovaquia, Cuba, Francia, Hong Kong, etc.
Todavía no llegaba a sexto año de medicina, y ya había conversado con los más altos exponentes de la política nacional y muchos líderes internacionales, especialmente cubanos. En Perú, seguido de cerca por la policía, sostuvo larga entrevista con un dirigente que estaba en la clandestinidad, y en China se reunió muchas horas con médicos y líderes obreros y políticos distinguidos.
Cuando fue a Santiago a rendir su examen de médico, ya era conocido como dirigente revolucionario. Tenía 23 años de edad. Debió enfrentar comisiones de examinadores reaccionarios, algunos de los cuales hicieron cuanto les fue posible para perjudicarlo.
Podría contarles, por ejemplo, su examen de clínica obstétrica, en el cual el profesor debió aprobarlo con distinción ante todo el auditorio contrario a Miguel, que se había reunido en la Sala para ver cómo ese médico reconocidamente derechista despedazaba y postergaba a ese joven y equivocado dirigente rojo.

Sin perder la calma ante los gritos e interrupciones del examinador, Miguel lo obligó a confesar que no había asistido al último congreso de obstetricia en que se había debatido extensamente la enfermedad de que padecía la paciente que le habían entregado minutos antes, y terminó recomendándole que adquiriera y leyera la última edición de la obra de un famoso obstetra, en la que éste preconizaba el tratamiento propuesto por Miguel y rechazaba, en cambio, con fundadas razones científicas y experimentales, el que estaba proponiendo el examinador. “Señor profesor, terminó Miguel, en el capítulo tal del tratado puede usted encontrar lo que le estoy diciendo. Pero cuide de que sea la última edición, la de hace seis meses, y no la anterior, de hace años, que parece es la que usted posee”. Todo el auditorio aplaudió entusiasmado.

Obtuvo su título de médico recién cumplidos los 24 años. Fue aprobado con distinción máxima. En concurso nacional, ganó una beca en el Instituto de Neurocirugía, del profesor Alfonso Asenjo y Héctor Valladares. Cumplía con brillo las exigencias de su especialización cuando el presidente Frei inició la persecución policiaca al MIR. En junio de 1969 pasó a la clandestinidad y debió, así, abandonar prácticamente la medicina.
Aceptó el sacrificio, pero debo declarar que la última vez que estuve en su casa, poco antes del golpe de septiembre de 1973, me mostró los libros de medicina que había adquirido no hacía mucho “para mantenerme al día”. Aunque agregó que “como están las cosas en el mundo actual, solamente por la vía revolucionaria será posible lograr el bienestar y la liberación de las mayorías. Es a esa labor a la que debo dedicar toda mi atención, y la hago poniendo en ello todo el calor de mi vida”.

Dice el padre del revolucionario, tendría tanto más que contarles de Miguel, ese médico revolucionario e idealista que fue nuestro hijo. Hablarles de su amor a la vida, de sus ansias por alargar y multiplicar las horas para alcanzar a hacer todo lo que él quería. “Un día, no se cuándo, solía decir, voy a caer. Mis huesos quedarán por ahí, tal vez blanqueándose al sol. Mi temor es no haber alcanzado a hacer cuanto he planeado”.

En el relato de la vida de su hijo cuenta de su amor por los niños. Cada vez que podía pasaba horas enteras con ellos; los escuchaba, jugaba, contestaba con seriedad sus interminables preguntas, les enseñaba a silbar, a imitar animales. Ellos lo adoraban, se le subían a las rodillas, estaban de fiesta en cuanto él llegaba. Me gustaría hablarles de su dolor ante el sufrimiento de los pobres y desvalidos. La mujer enferma y abandonada, la mujer embarazada, la mujer con un niño en brazos, la que estaba dando a luz, la que pedía limosna para sus hijos, era para Miguel el primer deber de la revolución. Niños y mujeres, enfermos y jóvenes privados de toda posibilidad de estudiar y progresar, merecían para él atención preferencial.

“Por ellos luchamos”, me dijo en más de una ocasión. Era, en cambio, implacable con los flojos y remolones, con los patrones que explotaban a sus obreros y empleados, con los profesionales preocupados de hacer dinero, especialmente con los médicos pendientes de comprar el último modelo de automóvil, con los arbitrarios, con los oportunistas candidatos eternos a mayores facilidades y ventajas, con los que perdían el tiempo y las posibilidades. Odiaba la injusticia, la crueldad, la torpeza, la ignorancia, la hipocresía política. Con éstos, con los falsos políticos, era terrible y despiadado.

“A usted, le dijo un día a uno de ellos en una asamblea, después de haberlo desenmascarado públicamente, sólo le queda retirarse de esta sala, de rodillas, avergonzado y pidiendo disculpas por toda una vida de engaño e hipocresía”.
Se trataba nada menos que de un senador que, haciendo alardes de indignación, se retiró sin embargo, humilde, resignado y precipitadamente. Admiraba a los luchadores de todos los tiempos. Con qué entusiasmo leía cuanto había sido escrito por ellos y sobre ellos. Conocía detalles de sus vidas y sus pensamientos ignorados aun por sus connacionales y especialistas.

Cuando murió el Che sufrió intensamente, se puso enfermo. Pero, con esa voluntad que lo distinguía y caracterizaba se recuperó de inmediato y organizó actos en homenaje a tan sobresaliente luchador. Recordó en ellos su vida ejemplar de revolucionario, lo que había significado para la liberación de Cuba, cuánto habían influido sus pensamientos y doctrinas en la formación de él mismo, de Miguel y del grupo de muchachos que habían creado el MIR. “Su muerte, dijo, priva a la liberación americana y a los oprimidos del mundo entero, de las armas más eficaces y poderosas: la preclara inteligencia, la voluntad indomable del Che. Pero, agregó, aún después de muerto, el seguirá luchando con nosotros. Su ejemplo guiará nuestras acciones revolucionarias. Su muerte misma, luchando, nos ha señalado un rumbo, dado un ejemplo, que ninguno de nosotros podrá olvidar cuando llegue el momento”.
Lo escuchaban silenciosos y emocionados Bautista van Schouwen, a quien también he querido como un hijo, Sergio Pérez, José Bordaz, Fernando Krauss, Alejandro de la Barra, Juan Carlos Perelmann y muchos otros.

Todos ellos, y él mismo, habían de vivir, años después, los momentos que esa tarde Miguel vaticinaba, y todos supieron cumplir sin vacilación alguna con la norma que voluntaria y racionalmente se habían impuesto. Racionalmente he dicho, y sé por qué lo digo. Un día, no hace mucho, revisando y ordenando los papeles de Miguel, encontré una hoja en sus apuntes. Tenía fecha 1º de enero de 1962.
Está escrita de su puño y letra y firmada por él. “Juro, decía en ella, que viviré sin temor ni pusilanimidad, siguiendo sólo los dictados de mi conciencia, sin temor al ridículo, al qué dirán o a la opinión ajena. Si no fuera constitucionalmente valiente, me haré valeroso por la vía racional”.
Tenía 17 años cuando escribió esto. Quienes lo conocieron saben que siempre vivió de acuerdo a ese pensamiento, haciéndose valeroso por la vía racional, no dejando nada entregado a la casualidad o a los instintos. Así se explica que, amando la vida tan intensamente, estuviera exponiéndola cada vez que su razón le indicaba que era necesario. Personalmente cumplía las acciones más riesgosas, pese a las protestas de sus compañeros.

Amaba a sus dos hijos con ternura conmovedora. La mayor, Javiera, de cinco años, que ahora vive con nosotros en Inglaterra, y sabe de su muerte heroica siempre está recordándolo. “Toda las noches, me dijo un día, sueño con papá Miguel”. “¿Cómo?, le pregunté extrañado. ¿Sueñas con él cada vez que te duermes?”. “No, abuelo, me explicó, es que todavía no me he dormido cuando recuerdo las veces que estábamos juntos y él jugaba conmigo. Se tendía a mi lado en el suelo o en mi cama, me explicaba todo, me leía, me abrazaba, así, abuelo...”. Y mientras hablaba ella me apretaba tiernamente con sus bracitos.

En la última carta que de Miguel recibimos, nos hablaba de su compañera Carmencita, y de su felicidad porque ella esperaba un hijo suyo. Amando tanto la vida, quedándole tanto por hacer, seguro como estaba del triunfo final... “Vamos a derrotar a esos carniceros. No te quede duda alguna de ello, padre”, me decía en esa su última carta. Sin embargo, a pesar de todo eso, prefirió continuar y organizar la lucha desde el interior de Chile. Sabía, naturalmente, que en esa forma estaba arriesgándose temerariamente. Se lo dijeron sus compañeros y amigos del exterior. No quiso irse. Se negó.

Miguel Enríquez murió combatiendo, luchando por sus ideales y la causa de los oprimidos y postergados la tarde trágico y gloriosa a la vez del 5 de octubre de 1974.
Luchó dos horas, la mayor parte de ellas completamente solo, contra cientos de soldados, numerosos carros blindados y helicópteros. Herido por las bombas y las balas siguió combatiendo. Su compañera yacía en el suelo, también gravemente herida. Le hablaba, trataba de reconfortarla, pero seguía disparando, resistiendo.

Relata la caída de Miguel Enríquez otro mirista, el periodista y Director de la Revista Punto Final, Miguel Cabieses, de la siguiente manera:

Amanece el 5 de octubre de 1974. La DINA está sobre una pista segura para llegar a Miguel. Otras le habían fallado. Por ejemplo, detecta que Javiera, de 5 años, hija de Miguel, vive con su tía, Ana Pizarro, y sus tres hijos. Supone con razón que por esa vía existe un vínculo con Miguel. La DINA pierde la paciencia y amenaza de muerte a Ana Pizarro y sus hijos, que se asilan en la embajada de Francia. Pero antes Miguel manda a buscar a su hija. En una carta le dice a su excuñada que quiere tener a Javiera por un tiempo porque está seguro que va a morir.
La DINA ya sabe que Miguel vive en la zona sur de Santiago, en un cuadrante enmarcado por Santa Rosa, Gran Avenida, Departamental y Callejón Lo Ovalle. Los esbirros de Krasnoff, capitaneados por Osvaldo Romo que olisquea sangre, “peinan” esa área. Llevan algunos de los presos torturados para que reconozcan calles, ruidos, olores. Pasan algunos días en esa tarea de rastrear las huellas todavía invisibles de Miguel. Buscan una Renault roja y una joven señora embarazada. Van en tres vehículos y llevan armas largas por si acaso. Se detienen a preguntar en almacenes y talleres, interrogan a niños y mujeres, carteros, revisores de medidores de luz y agua, recogedores de basura, etc.

Está clareando y en la casa de Santa Fe 725, todos duermen, Miguel, Carmen, Humberto Sotomayor y José Bordas Paz de 31años, encargado de la Fuerza Central, rama armada del MIR.
El grupo conversó hasta tarde. Quedaron de acuerdo en que al día siguiente, 5 de octubre, Carmen buscará una casa de emergencia. El instinto les decía que la seguridad del escondite se había resquebrajado, sobre todo después del enfrentamiento a tiros en la Avenida Grecia. Miguel había hecho algunas reuniones en la casa con compañeros que presumiblemente ahora estaban presos. Aunque se habían observado las reglas de la clandestinidad, no se podía descartar que alguno se hubiese dado cuenta del barrio y la calle donde los habían llevado a ciegas. Se iban también a cumplir diez meses viviendo en la misma casa y las normas de clandestinidad prohibían una permanencia tan larga en un mismo lugar. Dos semanas antes, Miguel arregló el asilo en la embajada de Italia de las pequeñas Javiera y Camila, que entraron en la misión diplomática en la cajuela del automóvil del encargado de negocios. Por último, Miguel había aceptado reducir el ritmo de su trabajo y replegarse a un lugar fuera de Santiago. Una amiga de Carmen, Cecilia Jarpa, se haría cargo de comprar una parcela en Macul. Pero Carmen la llamó el día anterior para entregarle el dinero y el tono y forma de sus respuestas, hicieron a Miguel deducir que Cecilia Jarpa ya estaba en manos de la DINA. Estaba claro que el cerco se estrechaba.

En la mañana del 5 de octubre Carmen Castillo salió a buscar una casa para mudarse ese mismo día. Miguel, Sotomayor y José Bordas también salieron de Santa Fe 725. Acordaron volver a encontrarse en la casa a las tres de la tarde. Sin embargo, Carmen volvió cerca de la una. Encontró a Miguel y a los otros dos compañeros quemando papeles, con las armas a la mano y en estado de enorme tensión. Habían detectado tres autos sospechosos que rondaban el barrio y que habían pasado ya dos veces, lentamente, observando la casa. Están seguros que es la DINA y que deben estar tendiendo el cerco. Rápidamente terminaron de recoger en dos bolsos lo más importante. Cuando Miguel y Carmen salían al patio donde estaba la Renoleta roja, se produjo el primer ataque de la DINA.

Ellos se replegaron al interior de la casa y comenzaron a responder el fuego junto con Sotomayor y Bordas.
El primer cerco no fue muy efectivo. No habían llegado aún suficientes refuerzos. En los primeros momentos Humberto Sotomayor y José Bordas lograron escapar. A uno lo vio Anita, la vecina, saltar al patio de su casa y de ahí a la calle San Francisco; el otro huyó en dirección a Varas Mena, una calle paralela al sur de Santa Fe.
Sotomayor se asiló después en la embajada de Italia y José Bordas fue emboscado por el SIFA el 5 de diciembre. Cayó herido y murió dos días después en el hospital de la FACH, donde fue torturado.
Carmen Castillo fue herida en el interior de la casa. A ratos perdía la conciencia mientras proseguía el tiroteo sostenido por Miguel. Recuerda haberlo oído gritar, “Hay una mujer embarazada, respeten su vida”.

El Informe Rettig dice: “La casa donde se ocultaba Miguel Enríquez, fue rodeada por un nutrido contingente de agentes de seguridad, el que incluía una tanqueta y un helicóptero, quienes comenzaron a disparar. Entre los ocupantes del inmueble se encontraba una mujer embarazada que resultó herida. Miguel Enríquez cayó en el enfrentamiento recibiendo, según el protocolo de autopsia, diez impactos de bala que le causaron la muerte”.
Anita, la vecina de Miguel, no sabe cuánto duró el tiroteo; tampoco su hijo, Rolo. Pero les pareció eterno. En su casa estaba otro muchacho, compañero de Rolo, ambos se encontraban en el patio cuando se inició el asalto a la casa vecina. Se agazaparon y vieron saltar el muro al mirista que huyó hacia la calle San Francisco.

Anita y la niña, Valentina, permanecieron tiradas en el piso de la casa. Recuerdan el ruido ensordecedor de los disparos, el helicóptero sobrevolando, los altavoces de Carabineros ordenando al vecindario permanecer en sus casas. Cuando cesaron los tiros vieron en la calle Santa Fe a muchos civiles armados, carabineros, soldados, la tanqueta y muchos vehículos. Más tarde cuando sacaban a Carmen Castillo herida, creyeron que iba muerta y luego el cadáver de Miguel Enríquez.

Miguel no se rindió. Una de las diez balas le perforó el cráneo. Su cuerpo lo encontraron en el patio donde se había parapetado para disparar, mientras intentaba saltar a la casa trasera.
La noticia de la muerte de Miguel, que se divulgó esa noche, causó un impacto doloroso en el pueblo. Saber que Miguel estaba en la clandestinidad, intentando reorganizar las fuerzas, fortalecía muchas esperanzas.
La DINA lo celebró mofándose de los presos en el recinto de José Domingo Cañas, donde había trasladado su infierno de torturas. La casa de la calle Santa Fe 725 la ocupó la DINA durante dos meses. Algunos vecinos dicen que allí se hacían fiestas y que los oficiales se emborrachaban y gritaban como locos. Más tarde vivió un microbusero, pariente de un agente de la DINA, y luego volvió el antiguo propietario, el camionero.
Cada 5 de octubre, desde 1990, sus moradores se refugian en el interior de la casa cuando un grupo de familiares y ex miristas realizan en la calle un acto recordatorio, encienden velas, se acercan a mirar el patio interior y tocan con emocionada reverencia las perforaciones de balas en los portones de la casa donde Miguel vivió su último día.

Continúa diciendo su padre que: 24 horas después, por gestiones personales de un obispo católico, a quien no he tenido el honor de conocer para agradecerle el gesto generoso, nos entregaron su cuerpo desnudo y destrozado. No sé todavía si sus asesinos se jugaron sus ropas ensangrentadas a la suerte, o se las disputaron como trofeos de guerra. Tenía diez heridas a bala. Una de ellas, la última, le entró por el ojo izquierdo y le destruyó el cráneo.

Al verlo, con el resto de su cara serena, sonriente casi, y con un dejo burlesco en la expresión, dije a mi mujer, su madre: “Quienes le dispararon sabían que aunque desfiguraran su hermoso rostro y destruyeran su cerebro privilegiado no lograrían jamás borrar la imagen de él que se ha formado el pueblo, ni sepultar sus generosos y sabios pensamientos inspirados por sus elevados y dignificadores ideales”.

Con él no moriría su causa, ni su doctrina liberadora, ni el movimiento arrollador, visionario, incontenible, que él, junto a un grupo de jóvenes chilenos, había creado y que ya ha traspasado las fronteras de Chile. Lo prueban los cientos, los miles de mártires que, antes y después de él, han caído luchando contra la opresión la injusticia, la tiranía, la barbarie.

El 7 de octubre de 1974, a las 07:30 horas de la mañana fuimos a sepultarlo. Sólo autorizaron a ocho miembros de nuestra familia para que nos acompañaran hasta el cementerio. Había, en cambio, policía armada y carros blindados en todas las bocacalles y lugares estratégicos del recorrido. Nos rodeaban más de cien carabineros armados con ametralladoras, numerosos agentes de Investigaciones que expulsé violentamente de mi casa cuando pretendieron entrar a ella en los momentos anteriores a la partida, y varios oficiales del ejército, vestidos de civil. Muchas ametralladoras nos apuntaban. El coronel y los oficiales de carabineros que dirigían el “operativo”, no se atrevían a dar la cara.

“Miguel Enríquez Espinosa, hijo mío, dijo su madre con voz entera en el momento en que depositaba el único ramo de flores permitido, hijo mío, tu no has muerto. Tú sigues vivo y seguirás viviendo para esperanza y felicidad de todos los pobres y oprimidos del mundo”.
Confusión, inquietud en las filas policiales, sorpresa en los rostros; temor en los plexos vegetativos abdominales; contracciones espasmódicas en las vísceras. Miraron al coronel, éste bajó la vista, no digo avergonzado, porque sería suponer un mínimo de conciencia.
Y su madre tenía razón. Ella había interpretado el pensamiento de millones de chilenos. Miguel sigue viviendo en el corazón y en la mente del pueblo, de los estudiantes, de los profesionales, de los artistas, de los intelectuales, de todos aquellos, en fin, que quieren un mundo mejor y más justo para todos, y no sólo y exclusivamente para un grupo de privilegiados

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