domingo, 15 de mayo de 2022

Washington, hablemos de reparaciones


Washington no está en condiciones de moralizar, ni dentro ni fuera de fronteras. Pero su arrogancia procede de su ignorancia histórica o, más probablemente, de su fe en la desmemoria popular. 

 El presidente Joe Biden ha anunciado su intención de excluir a Cuba y Venezuela de la Cumbre de las Américas programada para el 22 de junio. El subsecretario de Estado, Brian Nichols, explicó que no se puede invitar a países no democráticos. 
 Decidir qué países pueden asistir a una cumbre regional no es considerado autoritario por un país que es el responsable histórico de miles de intervenciones militares sólo en la región, de varias decenas de dictaduras, golpes de Estado, destrucción de democracias y matanzas de todo tipo y color desde el siglo XIX hasta ayer, bajo el ejercicio autoritario de imponer a los demás países sus propias leyes y violar todos los acuerdos con las razas inferiores que dejaron de beneficiarlo. 
 Washington y las Corporaciones a las que sirve no sólo han sido los promotores de las sangrientas dictaduras capitalistas en la región desde el siglo XIX, sino también los principales promotores del tan mentado comunismo y de la realidad social, política y económica actual de Cuba y Venezuela. Ahora que el gobernador Florida ha firmado una ley para enseñar sobre los males del comunismo en las escuelas, sería estimulante que los maestros no se limitaran al menú de McDonald’s.
 Todos esos crímenes y robos a punta de cañón han quedado impunes sin excepción. En 2010, el gobierno de Obama pidió perdón por los experimentos con sífilis en Guatemala, pero nada más que una lágrima. La impunidad, madre de todas las corrupciones, ha sido reforzada por una especie de síndrome de Hiroshima, por el cual todos los años los japoneses le piden perdón a Washington por las bombas atómicas que le arrojaron sobre ciudades llenas de inocentes.
 Gran parte de América latina ha sufrido y sufre el síndrome de Hiroshima por el cual no sólo no se exigen reparaciones por doscientos años de crímenes de lesa humanidad, sino que la víctima se siente culpable de una corrupción cultural inoculada por esta misma brutalidad. Hace unos días una señora recibía a su hermano en el aeropuerto de Miami envuelta en una bandera estadounidense mientras le gritaba en castellano: “¡Bienvenido a la tierra de la libertad!”. Es la moral del esclavo, por el cual, durante siglos, los oprimidos se esforzaron en ser “buenos negros”, “buenos indios”, “buenos hispanos”, “buenas mujeres”, “buenos pobres”. Es decir, obedientes explotados. 
 Todo esto se enmarca dentro de los intereses económicos de un imperio (“Dios puso nuestros recursos en otros países”) pero el factor racial fue fundamental en el fanatismo del amo blanco y del esclavo negro, del empresario rico y del trabajador pobre. Actualmente, los movimientos contra el racismo en Estados Unidos han cedido a un divorcio conveniente por el cual el pensamiento y la sensibilidad global, macro política, se anula para dejar lugar a la micropolítica de las reivindicaciones atomizadas. Una de ellas, la heroica y justificada lucha contra el racismo pierde perspectiva cuando se olvida que el imperialismo no sólo es un ejercicio racista, sino que históricamente fue alimentado por esta calamidad moral. 
 Antes de la aparición de la excusa de “la lucha contra el comunismo” la justificación abierta era “poner orden en las repúblicas de negros”, porque “los negros no saben gobernarse” ni explotar sus propios recursos. Una vez terminada la Guerra Fría se recurrió al racismo disfrazado de “choque de civilizaciones” (Samuel Huntington) o a las intervenciones financieras en regiones con “culturas enfermas”, como América latina, o en tierras con terroristas de otras religiones como en Medio Oriente, donde, sólo en Irak, dejaron más de un millón de muertos, sin nombre y sin una cifra bien definida, como lo establece la tradición. 
 Esta moral del esclavo fue y es una práctica común. En 2021, por ejemplo, el candidato favorito de los conservadores a la gobernación de California, Larry Elder, afirmó que es razonable que los blancos exijan una reparación por la abolición de la esclavitud, ya que los negros eran de su propiedad. “Guste o no, la esclavitud era legal”, dijo Elder. “La abolición de la esclavitud les arrebató a los amos blancos su propiedad”. Elder es un abogado negro por parte de madre, padre, abuelos y tatarabuelos. Es decir, descendiente de propiedad privada. Por la misma lógica, Haití pagó esta compensación a Francia por más de un siglo. 
 La propuesta del candidato de California fue una respuesta a los movimientos que reclaman una compensación para los descendientes de esclavos. Un argumento en contra es que no heredamos los sufrimientos de nuestros antepasados y cada uno es responsable de su propio destino. Algo muy de la ética y la visión del mundo protestante: uno se pierde o se salva solo. Al protestante no le importa si su hermano o su hija se van al infierno si él se merece el Paraíso. ¿Quién no es feliz en el Paraíso? 
 Pero el pasado no solo está vivo en la cultura. Está vivo en nuestras instituciones y en cómo se organizan los privilegios de clase. Bastaría con mencionar el sistema electoral de Estados Unidos, una herencia directa del sistema esclavista, por el cual estados rurales y blancos poseen más representación que estados más diversos y con diez veces su aprobación. Por este sistema, en 2016 Trump se convirtió en presidente con casi tres millones de votos menos que Clinton. 
 También la segregación posesclavista está viva hoy, con guetos de negros, chinos y latinos hacinados en las grandes urbes como una herencia de la libertad ganada en 1865, pero sin sustento económico. Para no seguir con las políticas de segregación urbana con el trazado de autopistas o la criminalización de ciertas drogas, todo con la declarada intención de mantener a unos grupos étnicos en estado de servidumbre y desmoralización. Por no seguir con las fortunas amasadas en el pasado que se trasmitieron a grupos y familias como en la Edad Media se transmitían los títulos de nobleza.
 Creo que los latinoamericanos están, por lo menos, unos siglos atrasados en cuanto a una reparación económica por las democracias destruidas y por las dictaduras impuestas a punta de cañón. Desde el despojo de la mitad del territorio mexicano para reinstalar la esclavitud hasta las dictaduras en los protectorados, las guerras bananeras a principios del siglo XX, las múltiples matanzas de obreros, la destrucción de democracias con el único objetivo de eliminar protestas populares y proteger los intereses de grandes compañías como UFCo., ITT, Standard Oil Co., PepsiCo, o Anaconda Mining Co., todos crímenes reconocidos oficialmente por Washington y la CIA, serían argumentos más que suficientes para exigir una reparación. 
 Sin embargo, como lo indica la lógica de bancos e inversores, la reparación es siempre exigida a las víctimas. Lo mismo se podría decir de la Europa que, por siglos, se enriqueció con cientos de toneladas de oro y miles de toneladas de plata de América latina, o masacrando decenas de millones de africanos al tiempo que les robaban fortunas astronómicas que prueban “el camino correcto del éxito” según Vargas Llosa. 
 Washington no está en condiciones de moralizar, ni dentro ni fuera de fronteras. Pero su arrogancia procede de su ignorancia histórica o, más probablemente, de su fe en la desmemoria popular. Pero, como estamos aquí para aportar, le recordamos su larga historia de matanzas y sermones. Le recordamos que hay unas cuantas cuentas pendientes. 
 Claro, puedo entender que las soluciones, aunque posibles y justas, son “demaiado utópicas”. Por eso quisiera sugerirle, como decía mi abuelita en el campo, “señores, calladitos se ven más bonitos”. 

 Jorge Majfud | 14/05/2022 

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