martes, 19 de noviembre de 2024

El canto del cisne del G-20


La reunión del G-20 que se ha desarrollado entre el domingo y el martes en Río de Janeiro será recordada como una ficción delirante. Para evitar cualquier sospecha de senilidad, el anfitrión del evento, Lula Da Silva, se refirió “al mayor número de conflictos desde la segunda guerra mundial”, con el único propósito de poder hablar enseguida de cualquier otra cosa que no fuera, precisamente, la guerra europea entre la OTAN y Rusia, ni de la masacre que prosigue implacable contra palestinos y árabes en Gaza, Beirut y Damasco. La agenda del evento, “la cooperación para la lucha contra el hambre, la gobernabilidad mundial y el desarrollo verde”, simplemente ignoró la guerra comercial, geopolítica y militar entre los estados asistentes al cónclave, incluso el impasse en que se encuentra la reunión paralela que tiene lugar en Azerbaiyan relativa a la crisis climática. En territorio brasileño (Manaos) en ruta a Río, Joseph Biden ordenó el uso de misiles de largo alcance contra Rusia, que Putin, representado en el cónclave por Serguei Lavrov, respondió con la declaración de que la OTAN había entrado en guerra contra su país en forma directa. 
 El G-20 cierra, con enorme de demora, el ciclo de la llamada globalización, en el que justificó este pretendido directorio de la economía mundial, que incluye a los países emergentes. Al momento de promoción de la iniciativa, la crisis había arrasado a los países del sudeste de Asia, para trasladarse a Rusia, Brasil, Estados Unidos y Argentina (2001). Lo singular de esta crisis es que no obedeció a un estallido fiscal, porque todos los involucrados gozaban de robustos superávits, sino a la bancarrota de un gigantesco endeudamiento privado. Lo mismo habría de ocurrir una década más tarde, cuando estalló la crisis hipotecaria “subprime”. Los superávits del Tesoro desaparecieron enseguida después debido al gasto fiscal que generó el rescate del capital privado. La situación se habría de agravar, también diez después, con la irrupción de la pandemia. El mundo capitalista atraviesa, en consecuencia, una crisis fiscal sin paralelo desde la segunda guerra mundial. Las ‘motosierras’ que impulsan Trump y un sector muy amplio de la patronal europea equivalen a una demolición del orden social en una escala superior al de la famosa década del 30 del siglo pasado. La gobernabilidad capitalista mundial, que es una contradicción en si misma, ha estallado por los aires. 
 De la reunión del G-20 no salió nada, fue circunstancial. No solamente Biden se ha convertido en un jubilado político, lo mismo ocurre con el alemán Olaf Scholz y también con Macron, y por lo tanto con la cúpula de la Unión Europea. Las transiciones entre gobiernos que todavía no se han ido y los que todavía tienen que entrar, podrían convertirse en explosivas. El punto de “la gobernabilidad global” no lo va a resolver la agenda de Río, sino al margen de esta cumbre como de cualquier otra. La financiación de la “transición climática”, el otro punto, no solamente choca con la crisis fiscal de los estados – choca, además, con un endeudamiento privado muy elevado, en términos generales y de tasas de interés. El problema principal que enfrenta la propuesta de un impuesto a los muy pero muy ricos es que cualquier pinchazo a la burbuja financiera acumulada en las Bolsas simplemente liquidaría un capital de títulos, bonos, papeles, coberturas y derivados, cuyo valor no guarda relación con el de los capitales efectivamente en producción, que sufren a su vez los coletazos del desarme o de las quiebras de las cadenas de producción y de valor en que se encuentran insertados. 
 Los asistentes a la Cumbre han descontado todas estas contradicciones sin salida, para poder actuar como diplomáticos bien comportados, por sobre todo Milei, quien rechazó la propuesta de declaración que presentó Brasil, aunque en forma verbal. Después de todo se fue de Río con una “carta de intención” para la venta de gas al vecino que saldrá del fracking de Vaca Muerta, un monumento a la fragilización de la corteza terrestre (sismos) y a la contaminación ambiental (combustión). Otro amigo de Lula, Xi Jinping, ha construido un puerto gigante en Changai, Perú, para sacar la producción de soja brasileña por medio de una ruta interoceánica al Pacífico, que redundará en una mayor deforestación de la Amazonía. De otro lado, el agronegocio argentino se queja por los aranceles que promete erigir Trump a la importación del extranjero, cerrando el ingreso a los bíocombustibles en general y al etanol en particular, a los que califican como contribuyentes a contrarrestar el cambio climático mediante la captura de la huella de carbono. Los ruralistas vernáculos temen, con fundamento, que el freno a los combustibles vegetales hundan el precio de la soja, el maíz y el azúcar. Pero la carestía de los alimentos (incluido el forraje para el ganado o el pollo) es una de las razones del “hambreamiento” (starvation) mundial, que el G-20 se proponía atenuar. Las contradicciones de ese esperpento que es el G-20 son cada vez más violentas.
 Para América Latina, le G-20 representa también un canto del cisne. Con Trump en la Presidencia y el ‘gusano’ Marco Rubio en la Secretaría de Estado, los observadores (Martín Oppenheimer) prevén una ofensiva del bloque liberticida (Bukele, el paraguayo Peña, Boluarte, el ecuatoriano Noboa, Milei), contra el kirchnerismo latinoamericano (Brasil, México), con el apadrinamiento de Bolsonaro y el colombiano Uribe. 
 Cuando Lula puso toda la carne en el asador para financiar los Juegos Olímpicos de Río, en 2016, no advirtió que el gasto se convertiría en una inflación que llevaría al golpe de estado que derribó a Dilma Roussef. Las perspectivas son ahora más siniestras, con una guerra mundial en desarrollo, que sólo pueden ser derrotadas por una acción histórica independiente de la clase obrera de todos los países. 

 Jorge Altamira
 19/11/2024

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