lunes, 18 de marzo de 2019

Un golpe de clase contra los trabajadores y el pueblo



Este artículo fue publicado originalmente en 2016, con motivo del 40 aniversario del golpe genocida del 24 de marzo de 1976. Mauricio Macri llevaba poco más de cuatro meses en la presidencia de Argentina. El artículo no ha perdido vigencia. Por el contrario, algunas consideraciones incluso se han profundizado con el correr de la gestión de Cambiemos.

Llegábamos a los 40 años del golpe genocida con un gobierno que acaba de asumir expresando los intereses directos de quienes orquestaron la dictadura más terrible de nuestra historia.
Un gobierno que está aplicando un brutal plan de ajuste y entrega contra el pueblo trabajador. Los gabinetes y secretarías ministeriales están poblados de gerentes y ex gerentes de las empresas que en aquellos años tenían directamente centros clandestinos de detención dentro de sus fábricas (como fue el “Quincho” de la Ford, el Tiro Federal de Campana lindante a la fá- brica SIDERCA del grupo Techint o en el Ingenio Ledesma de los Blaquier).
Entonces, la gran burguesía se nucleaba en la Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias (APEGE), fundada en agosto de 1975. Con los lockout convocados por esta entidad en diciembre de 1975 y luego en febrero de 1976, buscaron mostrar que el golpe era la única salida al “caos” dominante. No fue casual la elección de José Martínez de Hoz al frente del Ministerio de Economía del gobierno dictatorial encabezado por Videla, como expresión de los intereses de estos sectores. El golpe contó también con el patrocinio del gobierno de los EE.UU., como ocurrió también en Bolivia, Chile y Uruguay. El objetivo central de la dictadura fue la liquidación de la vanguardia obrera, que venía forjando su experiencia de lucha y organización al calor del ascenso revolucionario iniciado en mayo de 1969, y que estaba acelerando su experiencia política con el peronismo.
Esta eliminación de la vanguardia obrera era clave para aplicar una política económica destinada a aumentar los niveles de explotación de los trabajadores y la subordinación nacional respecto del imperialismo. Meses antes del golpe genocida del 24 de marzo, el movimiento obrero había protagonizado las jornadas de junio y julio de 1975 como respuesta al “plan Rodrigo”; un ajuste en regla lanzado por el gobierno de Isabel y López Rega.
Esas jornadas vieron el desarrollo de las coordinadores interfabriles y fueron, quizás, el punto más alto de la lucha de la clase obrera en toda la etapa revolucionaria 1969-1976, imponiendo una huelga general de hecho que luego tuvo que convocar la propia burocracia sindical, que después de condenar las acciones de los trabajadores tuvo que pasar a impulsarlas ante la negativa a convalidar los acuerdos paritarios por parte del gobierno peronista. “14.250 (número de la ley de convenios colectivos) o paro general”, coreaban las columnas obreras que diariamente marchaban a Plaza de Mayo, a la sede de la CGT o a otros lugares emblemáticos. Lo cierto, es que esta fuerza mostrada por la clase obrera y el peso de los sectores combativos, obligaron al gobierno a ceder, saliendo Rodrigo y López Rega como ministros, a la vez que convencieron a la burguesía que se estaba agotando el dique de contención que eran la burocracia sindical y el mismo peronismo, que volvió al poder para contener el ascenso iniciado con el Cordobazo y los Rosariazos en mayo de 1969.
La clase dominante puso en marcha un plan destinado a poner a los militares en el poder para aniquilar a la vanguardia obrera y disciplinar socialmente a los trabajadores y al conjunto de los explotados. Por eso el 24 de marzo la mayoría de las grandes fábricas aparecieron militarizadas y los jefes de personal y gerentes junto con burócratas sindicales, como los del SMATA, entregaban listas de activistas a los militares para que los detuvieran. El blanco principal del accionar represivo fueron las comisiones internas y cuerpos de delegados combativos. Previamente la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) había cometido 1.500 asesinatos bajo el gobierno peronista, dirigido también en forma central contra el activismo obrero combativo. Los llamados “grupos económicos locales” se vieron muy beneficiados por la dictadura. Los Macri, por ejemplo, pasaron de controlar 7 a 47 empresas y fueron parte de los favorecidos por la estatización ilegal de la deuda privada de las empresas, que engrosó la deuda externa en U$S 23 mil millones.
Estas empresas sobrefacturaron al Estado en componendas corruptas con los militares y se beneficiaron con los negociados especulativos alimentados por la política especial. Los Kirchner tuvieron que cambiar el “relato” estatal predominante a la salida de la dictadura, moldeado por la “teoría de los dos demonios”, que estuvo presente tanto en las acciones del gobierno de Alfonsín como en el de Menem, con las leyes de punto final y obediencia debida y los indultos. Descolgando el cuadro de Videla en el Colegio Militar y dando apoyo a la anulación de la obediencia debida y el punto final, los K lograron un alineamiento favorable de la gran mayoría de los organismos de derechos humanos, con lo cual neutralizaron toda posible crítica de estos a su accionar represivo contra los trabajadores y a sus acciones de espionaje (Proyecto X, Milani, represiones en Kraft y LEAR, asesinatos de militantes populares, etc.), incluida la aprobación de la nefasta “ley antiterrorista”.
Discursivamente, trataron de presentarse como continuidad de la izquierda peronista de los setenta pero aggiornada a la nueva situación, sin lucha armada y sin aspiración socialista alguna, sin mosquearse por su alineamiento con sectores de la derecha peronista y de la burocracia sindical que reivindicaban las Tres A y la persecución contra los “zurdos” en las fábricas (como se vio con el SMATA en el conflicto de LEAR). Con ello dieron cobertura a una política de tipo neo desarrollista que permitió que los empresarios “se la llevaran en pala”, como admitió la propia Cristina Fernández, incluyendo diversas formas del “capitalismo de amigos”. Ahora estamos en pleno desarrollo de un nuevo viraje del discurso estatal, que pasa por una despolitización de la confrontación social y política implicada en el terrorismo de Estado. Entre el personal político del gobierno de Macri se encuentran funcionarios y defensores del genocidio, incluso excarapintadas. Con algunos de los nombramientos dieron marcha atrás porque generaron gran repudio.
Si los principales referentes del PRO, empezando por Macri, evitan por el momento cuestionar los juicios a los genocidas, están dejando esta tarea a sectores de la intelectualidad y periodistas como los que se nuclean en el Club Político Argentino y salieron a defender la continuidad como Secretario de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires de Darío Lopérfido después de declaraciones claramente reaccionarias. La discusión sobre el número de los desaparecidos no tiene otra función que favorecer el reclamo por el fin de los juicios y la libertad de los genocidas condenados, cuando ya bajo el gobierno anterior se frenaron las causas donde están implicados sectores del poder económico. Utilizan todo el bastardeo que hizo el kirchnerismo con la lucha de los setenta para justificar un ataque en regla a la militancia en general y a la revolucionaria en particular, como viene haciendo Jorge Lanata desde su columna en el diario Clarín.
Están intentando retroceder a la versión de la “teoría de los dos demonios”, a pesar de que aún no tiene la relación de fuerzas que necesitarían para ese viraje. Empezando por la provocación que significa la presencia en nuestro país el 24 de marzo del presidente yanqui. Este 24 de marzo, desde el PTS y el Frente de Izquierda, marchamos con el Encuentro Memoria, Verdad y Justicia, contra el ajuste y la entrega de Macri y de los gobiernos provinciales, para repudiar la visita de Obama, por el juicio y castigo a todos los genocidas.

Christian Castillo
@chipicastillo

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