jueves, 10 de octubre de 2019

América desde el balcón afroasiático



Un texto de 1959 tras el extenso viaje del autor por Asia y norte de África

Para los asiáticos, hablar de América (la nuestra, la irredenta) es hablar de un continente impreciso, tan desconocido para ellos como lo es para nosotros esa inmensa parte del mundo cuyas ansias libertarias encontraron el vehículo de expresión apropiado en el pacto de Bandung.
Nada se conocía de América, salvo, quizás, que era un gigantesco sector del mundo donde vivían nativos de piel oscura, taparrabos y lanzas, y donde una vez había arribado un tal Cristóbal Colón, más o menos en la misma época en que otro tal Vasco de Gama cruzara el Cabo de las Tormentas e inaugurara un terrible paréntesis de siglos en la vida cultural, económica y política de esos pueblos. Nada concreto se agrega a este conocimiento, excepto un hecho para ellos casi abstracto, que se llama «Revolución Cubana”. Efectivamente, Cuba es para ese mundo lejano una abstracción que significa sólo despertar, apenas la base necesaria para que surgiera el ser mitológico llamado Fidel Castro. Barbas, cabello largo, uniforme verde olivo y unos montes sin localización precisa en un país del que apenas saben su nombre -y no todos saben que es isla- es la Revolución Cubana, es Fidel Castro; y esos hombres barbados son «los hombres de Castro» y esos hombres, provenientes de una isla indiferenciable en el mapa, movidos por el resorte mágico de un nombre mitológico, es América, la nueva América, la que despereza sus miembros entumidos de tanto estar de rodillas.
Hoy va desvaneciéndose la otra América, la que tiene hombres desconocidos que trabajan miserablemente el estaño, por cuya causa, y en cuyo nombre, se explota hasta el martirio a los trabajadores del estaño indonesio; la América de los grandes cauchales amazónicos donde hombres palúdicos producen la goma que hace más ínfimo el salario de los caucheros de Indonesia, Ceilán, o Malaya; la América de los fabulosos yacimientos petrolíferos, por los cuales no se puede pagar más al obrero del Irak, la Arabia Saudita o el Irán; la del azúcar barato que hace que el trabajador de la India no pueda recibir mayor remuneración por el mismo trabajo bestial bajo el mismo sol inclemente de los trópicos.
Distintas, y sorprendidas, aún de su osadía de desear ser libres, el África y el Asia empiezan a mirar más allá de los mares. ¿No será que ese otro almacén de granos y materias primas tiene también una cultura detenida por la colonia y millones de seres con los mismos anhelos simples y profundos de la grey afroasiática? ¿No será que nuestra hermandad desafía el ancho de los mares, el rigor de idiomas diferentes y la ausencia de lazos culturales, para confundirnos en el abrazo del compañero de lucha? ¿Se deberá ser más hermano del peón argentino, el minero boliviano, el obrero de la United Fruit Company o el machetero de Cuba que del orgulloso descendiente de un samurai japonés, aunque quien esto analice sea un obrero japonés? ¿No será que Fidel Castro es, más que un hecho aislado, la vanguardia del pueblo americano en su lucha creciente por la libertad? ¿No será un hombre de carne y hueso? ¿Un Sukarno, un Nerhu o un Nasser?
Los pueblos liberados empiezan a darse cuenta del enorme fraude que se cometiera con ellos, convenciéndolos de una pretendida inferioridad racial, y saben ya que podían estar equivocados también en la valorización de pueblos de otro continente.
A la nueva conferencia de los pueblos afroasiáticos ha sido invitada Cuba. Un país americano expondrá las verdades y el dolor de América ante el augusto cónclave de los hermanos afroasiáticos. No irá por casualidad; va como resultado de la convergencia histórica de todos los pueblos oprimidos, en esta hora de liberación. Irá a decir que es cierto, que Cuba existe y que Fidel Castro es un hombre, un héroe popular, y no una abstracción mitológica; pero además, explicará que Cuba no es un hecho aislado sino signo primero del despertar de América.
Cuando cuente de todos los oscuros héroes populares, de todos los muertos sin nombre en el gran campo de batalla de un Continente; cuando hable de los «bandidos» colombianos que lucharon en su patria contra la alianza de la cruz y la espada; cuando hable de los «mensú» paraguayos que se mataron mutuamente con los mineros de Bolivia, representando, sin saberlo, a los petroleros de Inglaterra y Norteamérica, encontrará un brillo de estupor en las miradas; no es el asombro de escuchar algo inaudito, sino el de oír una nueva versión, idéntica en desarrollo y consecuencias a la vieja versión colonial que vivieron y padecieron durante siglos de ignominia.
América toma forma y se concreta. América, que quiere decir Cuba; Cuba, que quiere decir Fidel Castro (un hombre representando un Continente con el solo pedestal de sus barbas guerrilleras), adquiere la verosimilitud de lo vivo. El Continente se puebla, ante la imaginación afroasiática, de hombres reales que sufren y luchan por los mismos ideales.
Desde la nueva perspectiva de mi balcón, aprendo también a valorar esto de que fui copartícipe desde el momento sublime de los «doce», y veo diluirse las pequeñas contradicciones que agigantaba la perspectiva para darle su verdadera trascendencia de acontecer popular americano. Con esta perspectiva puedo valorar el gesto infantil, por lo ingenuo y espontáneo, del hombre lejano que acaricia mis barbas preguntando en lengua extraña: “¿Fidel Castro?», agregando: «¿Son ustedes los miembros del Ejército guerrillero que está encabezando la lucha por la libertad de América? ¿Son, entonces, nuestros aliados del otro lado del mar?» Y tengo que contestarle a él, y a todos los cientos de millones de afroasiáticos que como él marchan hacia la libertad en estos nuevos e inseguros tiempos atómicos, que sí; más aún: que soy otro hermano, otro entre la multitud de hermanos de esta parte del mundo que espera con ansiedad infinita el momento de consolidar el bloque que destruya, de una vez y para siempre, la presencia anacrónica de la dominación colonial…

Ernesto Che Guevara
TopoExpress
Publicado en el número de septiembre-octubre de 1959 de la revista Humanismo. Incluido en el libro América Latina: despertar de un continente.

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